I

Las elecciones en Argentina se presentan como una batalla decisiva que podría redefinir el escenario político, mientras el gobierno enfrenta la presión del electorado.

I
Una de nuestras patéticas incógnitas nacionales se expresa en el hecho reiterativo y tenaz gracias al cual cada elección se parece a una encrucijada o a la madre de todas las batallas en las cuales pareciera jugarse el destino de la patria. La que nos aguarda el próximo 26 de octubre no es la excepción.
El rumor instalado en el sentido común nos dice, con la consistencia impávida de los rumores, que si el gobierno pierde en las urnas también pierde el poder. Estos estrépitos de la política suelen ocurrir en las republiquetas bananeras o en países que han salido recientemente de su condición de tribu, pero no en países como Argentina al que los argentinos consideramos medianamente civilizado.
II
Pues bien, habrá que revisar esta suerte de autoestima que sostenemos con fe de creyentes, y mientras tanto preguntarnos por qué políticamente nos hemos atascado en esta charca de barbarie.
No es fácil responder a estos interrogantes, pero como punto de partida recuerdo que desde 1930 hasta 1983 nos habituamos a aceptar que al menor contratiempo de un gobierno civil los militares, auto constituidos como reserva moral de la nación, decidían quién debía o quién no debía gobernar.
Ese don, ese atributo, esa privilegio, a partir de 1983 lo heredó, en otras condiciones, el peronismo, auto representado como la encarnación misma del ser nacional y habilitado para derribar gobiernos considerados, debido a su condición de no peronistas, como verdaderos intrusos.
III
Las grescas políticas suelen ir acompañadas de consignas, rumores, manipulaciones varias. Es probable que la naturaleza de las competencias políticas esté forjada en ese barro. No es fácil tomar distancia de ese candombe, pero hay que intentar hacer el esfuerzo.
El peronismo ha recuperado en estos días la predicción de que ellos siempre retornan al poder no porque sean buenos, sino porque sus rivales se empecinan en ser peores. Desde el gobierno nacional se recurre al mismo argumento pero por razones inversas.
Nosotros -dicen- podemos cometer errores, pero si el pueblo no nos apoya regresa el peronismo, es decir aquello que millones de argentinos antiperonistas califican como la bestia negra de la política criolla. En ambos casos se instala el miedo. Poco importa si esto es verdad o mentira. Y que el peronismo, para bien o para mal, sea una legítima tradición histórica y política tración
IV
El gobierno de Javier Milei se esfuerza por sacarse de encima el fango de José Luis Espert y organiza para mejorar el estado de ánimo algo así como un recital, un corso, un fandango.
Al presidente que alguna vez dijo inspirarse en Juan Bautista Alberdi y Julio Argentino Roca, lo vemos ahora devenido en un desorbitado rockero superstar, con la peregrina esperanza de que aquello que le dio resultado hace dos años volvería a dárselo hoy.
Los feligreses de las Fuerzas del Cielo suelen incurrir en estos desbordes, con la certeza de que el sainete que dio resultado ayer dará resultado siempre. Y pensar que alguna vez consideramos que la consigna “pan y circo” era un anacronismo practicado hace dos mil años por los romanos.
V
Dicen que hay que adaptarse a los nuevos tiempos, que la imagen de un estadista serio y lúcido es cosa del pasado. Se ha instalado de manera subrepticia pero eficaz el perjuicoio de que los políticos de ahora deben subir a la tribuna a vociferar y a lucir habilidades pintorescas. Carlos Menem jugaba al fútbol, corría como un bólido en una Ferrari y bailaba con las vedettes de moda.
Cristina Kirchner también practicaba esos rituales; cadena nacional permanente, humor grosero y agresivo, baile en el escenario a la misma hora en la que en una provincia pobre los manifestantes por un pedazo más de pan eran garroteados alegremente por la policía.
Mauricio Macri también bailaba. Cumbias, salsa y lo que venga, bajo el supuesto de que el pueblo es por definición, medio idiota. Y Alberto Fernández tocaba la guitarra y se sumaba a las fiestas organizadas en tiempos de pandemia por su dulce y encantadora mujercita.Y pensar que cuando en la década del treinta Enrique Discépolo escribió “Cambalache”, algunos decían que exageraba.
VI
El peronismo se solaza por las desventuras del gobierno libertario. No hay nada más gratificante que contemplar el espectáculo de un enemigo que se equivoca y al que parece que los dioses le soltaron la mano y le vendaron los ojos. Las escenas son deplorables y en algún punto dan vergüenza ajena.
El candidato fuerte y recio, el que prometía “cárcel o bala” y se ensañaba con la impudicia de un canalla con la hija de Cristina, comprometido con los narcos y, una vez ventilada la mugre, “llorando como mujer lo que no supo defender como hombre”. Su sucesora en la lista, es una vedette salida de la farándula.Karen, parece que se llama.
Esa lista de lujo Milei se la debe agradecer a la dulce Karina y a los peronistas granujas que la acompañan. Pero dicho esto, agrego como para contribuir a la confusión general, que los peronistas por mandato histórico no son los más indicados en burlarse porque una candidata salga de la farándula con la gracia y el donaire de una conejita de Playboy.
VII
Ahora nos estremecemos de placer porque nos dicen que Estados Unidos nos va a sacar del pantano. ¿Cuántas veces escuchamos esa letanía acerca de la ayuda yanqui? ¿Cuántas veces estas dulces predicciones fracasaron?
Y fracasaron por la incompetencia y la felonía de nuestra clase dirigente, crónicamente aferrada asus privilegios y a la ilusión de que los problemas se resuelven endeudándonos, emitiendo o gracias a la pródiga felicidad de una buena cosecha.
Desde los tiempos de Álvaro Alsogaray, pasando por Federico Pinedo, Adalbert Krieger Vasena, Roberto Alemann y José Alfredo Martínez de Hoz, hasta llegar a Milei, la melodía del liberalismo conservador fue, con variaciones, más o menos la misma. Y los resultados también fueron más o menos los mismos.
VIII
Ya habrá tiempo para conocer los resultados prácticos del acuerdo de paz propuesto por Donald Trump y Tony Blair para Medio Oriente y la Franja de Gaza en particular.
Para no llamarse a engaño o alentar falsas expectativas, hay que decir en honor a la claridad de las palabras que, en el mejor de los casos, lo que se firmaría sería una tregua, algo así como una pausa para el futuro reinicio de las hostilidades hasta que los judíos desaparezcan de Medio Oriente.
En las actuales circunstancias un Hamás derrotado accede a devolver una treintena de rehenes a cambio del compromiso de Israel de liberar alrededor de dos mil presos palestinos. Estas son las proporciones numéricas y existencialistas: un judío secuestrtado vale por ochenta palestinos juzgados y condenados por terroristas.
No es la primera vez que Israel firma un tratado de paz plagado de buenas intenciones. Hay motivos para sospechar que tampoco será la última. La solución propuesta por Trump suma 20 puntos. Debemos darnos por pago y bien satisfechos que se cumplan dos o tres... cuatro a lo máximo.
IX
Seguramente habrá un cese del fuego, habilitaciones para el reparto de comida, pero no mucho más. Hamás no se va a desarmar, y si realmente estuvieran extenuados, el fusil, el puñal o la bomba lo retomarán alguna de las organizaciones yihadistas que pululan en la región.
Es verdad que en estos acuerdos de paz se han comprometido la mayoría de los países árabes, a los que habría que sumarle Turquía e Indonesia, la nación con más población musulmana en el mundo. Todo esto es verdad, como también es cierto que para los seguidores de Alá la paz que merece respetarse alcanza a los devotos de El Corán.
Para los que no han sido iluminados por esa revelación divina, se aplica el principio universalizado por un popular general argentino: “Para el amigo, todo; para el enemigo, ni justicia”.
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