Por Leonor García
Por Leonor García
Sobre la mesa de luz había dos portarretratos, uno con la foto del día en que se había casado, y otro donde posaba orgullosa con un bebé recién nacido entre sus brazos. Una manta celeste le cubría casi toda la cara. Desde el hueco de hilo apenas asomaban un poco de pelo y piel.
-No son mías. No sé qué hacen acá.
Nora sacaba con cuidado su ropa de los cajones, la dejaba sobre la cama, le pasaba la mano con delicadeza, imitado una plancha que estira lo que ya estaba estirado.
-¿Viste que lindas son?, se parecen mucho- le decía a su hijo mientras recorría con cuidado la distancia que separaba el ropero de su cama.
Tenía la costumbre de responder a sus propias preguntas, cuando iba a la panadería hacía lo mismo.
-¿Son frescos?- preguntaba, y antes de terminar el sonido adormecedor de la ese, se respondía "Tienen buen aspecto" sonreía, anticipándose.
Acariciaba el cuello de una campera roja que había quedado arriba de toda la ropa. Era de una piel gris que le recordaba los primeros juguetes de su hijo.
-Siempre se pasa la mano hacia abajo, ¿viste? así- desde la puerta del dormitorio, su hijo la miraba. Ella paseaba sus manos por la campera con un cuidado exagerado. Por momentos la rigidez también ocupaba su cuerpo, disecada como una animal esperando ser colgada en alguna pared, disminuía la respiración.
-Me hubiese gustado tener una igual, pero el color… no, este color jamás lo usaría. Se parecen tanto a mis cosas- sus palabras sonaron extrañas, diferentes al sonido cotidiano de su voz. La prolongación de otra vida se asomaba con más frecuencia "Lo extraño entra siempre por la ventana", pensó mientras cerraba las cortinas.
Luego de vaciar el placar, notó que su hijo continuaba parado, mirándola. No le gustaba que permaneciera ahí, sentía la obligación de relatarle todo lo que hacía. Nunca se iba de ese lugar de observación que son las puertas. Trató de mirarlo con ternura, pero no podía detenerse, la preocupación era una garrapata que se inflaba más cada segundo.
-Perdón, pero esa barba no te queda nada bien, en el baño encontré una tijera. Se parece a la que tenías, la dejé en la repisa- dijo, mientras salía de su dormitorio.
Camino hacia la cocina, sentía las pisadas detrás de ella, livianas como los huesos molidos que te entregan en una urna.
-Mirá, todos los azulejos cambiados, desde este, hasta ese- señalaba con el dedo el recorrido de algo invisible, una grieta que se extendía por toda la cocina. El dedo firme se detuvo frente a la heladera.
-Abrila- dijo señalándola con el dedo.
-No tengo hambre- respondió el hijo
-¿No querés ver si hay algo que te guste?
-Te dije que no tengo hambre.
-A lo que haya en la heladera lo voy a guardar en bolsas para que no manche la ropa ni largue olor. Que busquen todo y ojito con que te vea agarrando algo.
Fruncía el ceño y se pasaba el dedo por ese surco. El cuerpo y la ropa se arruinan de la misma manera pensó.
Rápida, acelerando el paso habitual, se arrodilló frente al aparador del comedor. Comenzó a sacar la vajilla heredada de la abuela. Los platos hacían ruido cuando chocaban contra el piso. Una y otra vez los acomodaba por colores, luego por recuerdos y más tarde por los usos que se les daba.
-Estos también se parecen, pero no son míos, son casi iguales. Mirá este, tiene una marca similar al nuestro. ¿Te acordás? Se rajó en el borde, en navidad. La tía Alba, la que tenía la joroba deforme ¿te acordás? Vos intentabas pinchársela y le diste con un plato igual a este por la espalda. Tanta razón tenías, mirá que era asquerosa la tía Alba. Traía un plato envuelto en una tela, nadie sabía lo que era, lo metía en el fondo de la heladera. Parecía un bebé o un matambre.
Se levantó con el plato debajo de su brazo, le dolieron las rodillas, pasó una mano por la pollera, sacudiendo el polvo que podía haber quedado. Con dos palmaditas sobre su falda se asomó al pasillo y gritó:
-Voy a meter todo en cajas, la ropa primero y luego esperamos en el sillón, alguien va a reclamarlas.
El hijo dormía sentado en la silla del comedor, el control de la tele apenas era sostenido por dos dedos. Sintió deseos de sentarse también, el día la había dejado derrotada y el frío de la tarde comenzaba a espantarla lejos de su dormitorio. El pasillo, a pesar del movimiento de todo el día había conservado la apariencia de las cosas limpias. La madera roja brillaba y su satisfacción tenía la forma de los patines de felpa con los cuales se paseaba todo el día.
Miro nuevamente al hijo que iba adquiriendo forma de huevo o de un ovillo. Pensó que tal vez tendría frío. Un sentimiento extraño la hizo detener, se acercó, olió primero el cuello, ese lugar que inaugura la maternidad, luego el pelo, luego el aliento dormido. Se exaltó, sabía que podía pasar, pero se sorprendió de lo rápido que la extrañeza había ocupado la casa.
Luego de vaciar el placar, notó que su hijo continuaba parado, mirándola. No le gustaba que permaneciera ahí, sentía la obligación de relatarle todo lo que hacía. Nunca se iba de ese lugar de observación que son las puertas.
Comenzó a sacar la vajilla heredada de la abuela. Los platos hacían ruido cuando chocaban contra el piso. Una y otra vez los acomodaba por colores, luego por recuerdos y más tarde por los usos que se les daba.