I
I
"Si ves el futuro dile que no venga". La frase se la atribuyen a Juan José Castelli, pero no estoy seguro que sea verdadera. Verdad o no, su contenido es sugestivo y en algún punto terrible. Que el revolucionario más radicalizado de 1810, el hombre que como todo revolucionario se sintió iluminado por esa sed de futuro que los distingue, diga, caso al borde de la tumba, semejante frase, es la confesión de una fracaso, tal vez la confesión lúcida y desesperada de un fracaso. Pues bien, no todos los días, ni siquiera todas las semanas yo me siento tentado (atendiendo la realidad truculenta, en algún punto miserable y canalla que la política oficial nos exige vivir) de pronunciar la frase que le atribuyen a Castelli. A veces, a mi desolación la consuela la sospecha de que los mayores de edad, para no decir viejos, somos algo pesimistas y más de una vez estamos tentados a suponer que la película de la historia de la humanidad concluye con nuestra vida. Digo consuelo, porque mis años y mi actividad intelectual habilitan a suponer que mi visión pesimista del presente, y su proyección al futuro, sea arbitraria, propia de la edad. Pero para mí desdicha presumo que por el contrario, sea demasiado realista, desoladoramente realista y en algún punto mayoritaria. Habituado a pensar en soledad, me encuentro a esta altura de mi vida que participo de un pensamiento mayoritario, pensamiento que realmente no desearía compartir porque nadie puede sentirse satisfecho por intuir, presentir o sospechar que este país, nuestro país, llamado Argentina, no tiene futuro.
II
Maticemos un tanto estas primeras impresiones. Antonio Gramsci alguna vez escribió: "Pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad". La inteligencia le decía que Italia no tenía futuro o el futuro era el fascismo. Pero esa certeza lúcida no le impedía persistir en sus ideales y esperanzas. No le fue bien de todos modos. Terminó sus últimos años en la cárcel de Mussolini, quien en su momento le confió a uno de sus colaboradores que preguntó sobre el motivo de su orden para encarcelar a Gramsci. "Debemos evitar que el cerebro más poderoso de Italia funcione". No lo evitó de todos modos, porque desde la cárcel, un Gramsci alejado del activismo político cotidiano elaboró los fundamentos teóricos de renovación del marxismo que podremos compartir o no, pero que sin lugar a dudas fueron y son notables, entre otras cosas porque las hizo a la sombra de una celda y con su salud en ruinas, lo que no le impidió rechazar la oferta de libertad de Mussolini a cambio de admitir que había atentado contra la seguridad de Italia.
III
Volvamos a la Argentina. Estamos mal, venimos mal desde hace rato y vamos mal. Los índices económicos, sociales, y culturales son como piedras lanzadas sobre nuestros cuerpos. Una economía que no crece, una sociedad cada vez más empobrecida y una cultura con niños sin clases y cuyo paradigma es, entre tantos, un gobernador de la provincia de Buenos Aires exhibiendo sus "pudió", sus "haiga" y sus "docentas". Leí en estos días las opiniones de Alejandro Katz, con quien compartimos un espacio común en el Club Político Argentino. Alejandro menciona un dato histórico interesante. Dice que los argentinos lo han reconocido a Raúl Alfonsín, más allá de errores o límites, porque supo expresar un avance civilizatorio para el país: la conquista de la democracia como sistema político. Pues bien, concluye Katz, ese avance civilizatorio no lo registramos para el futuro inmediato. No solo no lo registramos, sino que además no registramos a los dirigentes con capacidad o talento para expresarlo. ¿Comparto al pie de la letra las palabras de Katz? Comparto lo que sugieren, que es precisamente lo que corresponde a la labor de un intelectual: sugerir, problematizar, inquietar. ¿Hacia dónde vamos? ¿Qué futuro vivirán nuestros hijos y nuestros nietos? Katz habla de una "fatiga" de la democracia. Un cansancio, un hastío, un descontento que va más allá de nuestras fronteras. Por eso las autocracias, los caudillos cesaristas, los déspotas. Por eso Putin, Ortega, Orbán, Maduro. Y agregaría por cuenta propia: por eso Boric, Castillo, Petro y tal vez Lula. La democracia republicana en clave liberal está en crisis. Nos guste o no. No es una buena noticia, pero nada se gana con negar la evidencia. No es una buena noticia porque la anterior crisis de la democracia liberal ocurrió en los años treinta del siglo pasado y la respuesta a esa crisis fueron los regímenes totalitarios con su secuela de guerra y muerte. ¿Otra vez lo mismo? La historia nos enseña que los seres humanos disponemos de ese inusual "talento" para tropezar dos, tres o cuatro veces con la misma piedra. "Ha llegado la hora de la espada", dijo Leopoldo Lugones. Y lo que llegó fue la hora de la picana eléctrica de las manos de su propio hijo. "Ha llegado la hora de las autocracias", dirá Putin y sus secuaces. Y lo que llegará será siempre algo peor que la designación de una palabra.
IV
A los mayores nos asiste la sospecha fundada de que dejaremos a nuestros hijos un país más pobre, más injusto y más desigual. Podemos echarle la culpa a uno o a otro, pero me temo que a las futuras generaciones les importará poco saber quién es el principal culpable, porque estarán muy ocupados en sobrellevar la desdicha de vivir en un país que persiste en el fracaso. ¿No hay esperanzas? No me gusta dar una respuesta afirmativa a esa pregunta, pero tampoco me agrada mentirme. Sin embargo…sin embargo, yo sé, (cada uno de ustedes lo sabe) que a pesar de todo, a pesar de lo que sabemos, a pesar de lo que tememos, hay una Argentina que, más allá de las espumas y los vapores de la política, y, sobre todo, de la politiquería mendaz y embaucadora, trabaja, estudia y ejerce los dones de la inteligencia. Esa Argentina existe; a veces la humareda de la corrupción, la estulticia, la corrupción, nos impide reconocerla, pero existe. Todos los días hay un hombre, hay una mujer que se regocijan de su condición de estar vivos; todos los días, recibimos señales, auspicios, de que ser argentino no es necesariamente una desgracia, una desdicha. Somos creativos, estamos aferrados vigorosamente a la vida, hay muchos momentos en que nos sentimos orgullosos de nuestra condición de argentinos. Y además, nos guste o no, nos resulta imposible dejar de ser argentinos; estamos "condenados" a serlo y, por lo tanto, estamos obligados a proponernos honrar esa condición más allá de todo. No me gusta practicar el oficio de profeta, pero no creo ingresar en el territorio de la magia si propago la certeza de que bastarían diez años de buenos gobiernos para que la Argentina pueda ser el país que soñaron nuestros mayores y que soñamos con dejarle a nuestros hijos y nietos.