Nadie recuerda su primera batalla. Nadie sabe con exactitud en qué momento comenzó a caminar hacia la salida de sí mismo. Pero acaso todo ser humano, al nacer, es depositado en un laberinto: no de piedra ni de muros, sino de sonidos apagados, luces lechosas, esperas sin nombre. Un garabato sobre la arena. Ese primer espacio, que llaman cuna o incubadora, no es solo un lugar físico. Es un mundo de límites blandos, de cables que parecen hilos del destino, de silencios rotos por alarmas o susurros que vienen de otro plano. Allí el recién nacido no sabe aún que ha nacido; sólo percibe que está afuera, que algo se ha roto, que algo lo separa.
Ese primer laberinto, ese garabato primigenio sobre la arena, es anterior al lenguaje. Es más que la arquitectura del hospital: es el primer enigma, el primer no-lugar donde el alma aprende que para vivir deberá buscar, orientarse, sentir frío, hambre, consuelo, calor. Y luego olvidar. Pero el cuerpo recuerda. Hay quienes cruzan ese laberinto apenas sin saberlo, con la dicha de un tránsito breve y amoroso. Y hay quienes se quedan atrapados días, semanas, incluso vidas, intentando descifrar ese primer exilio: ¿cómo se vuelve a ese útero de certezas? ¿cómo se construye sentido cuando la vida comienza en una jaula?
En cada uno de nosotros vive aún ese recién nacido que fue arrojado a su primer dibujo incierto. Tal vez por eso, cada vez que nos sentimos perdidos, cada vez que sufrimos, estamos regresando simbólicamente a ese primer recinto. Y cada vez que alguien nos ama con ternura, sentimos que nos recogen del centro mismo de esa trampa sin plano. Porque al final, aquel garabato no tiene minotauros. Tiene memoria. Y en su centro, no hay monstruo: hay una herida.
A medida que crecemos, el trazo cambia de forma, pero no de esencia. Se reviste de lenguajes nuevos: normas, hábitos, mandatos. Se convierte en la casa familiar, en la escuela, en la ciudad. Aparecen otros corredores, con otras trampas. Garabatos del deber ser, del éxito, del deseo ajeno proyectado sobre nuestras espaldas. Y no es lo mismo recorrerlo con amor que sin él. No es lo mismo nacer en una cuna cálida que en una ausente. Las condiciones sociales, económicas y culturales no determinan la forma exacta del dibujo, pero sí la dificultad de sus pasajes, la oscuridad de sus rincones, la esperanza o no de encontrar la salida.
Hay quienes nacen en trazos ya condenados, ya delineados por otros, con puertas que no abren y paredes que no ceden. Hay quien camina toda su vida sin siquiera saber que está dentro de un diseño ajeno. Sin embargo, el alma guarda una memoria más profunda que la historia. Y hay algo sagrado en esa búsqueda incansable por dibujar el propio sendero. Porque, aunque no lo parezca, ese mapa no es sólo prisión: puede ser también una obra. Una arquitectura interior.
Es posible - y acaso urgente - dejar de ser sólo caminantes ciegos dentro de pasajes impuestos. Podemos, incluso desde las heridas más antiguas, comenzar a trazar nuestros propios corredores, abrir patios internos, sembrar jardines en los muros. Transformar la trampa en mapa. Esa operación no es individual solamente. Necesita de otros: de voces que nos espejen, de abrazos que nos recuerden el calor primigenio, de palabras que rasguen los muros del silencio.
Y también de tiempo. Porque cada dibujo lleva los signos de su época: sus miedos, sus exclusiones, sus mitologías. Pero si los signos pueden leerse, entonces pueden también reescribirse. Y sin embargo, aún con las paredes marcadas por límites que no elegimos, incluso cuando el primer oxígeno que respiramos trae consigo la densidad del contexto - el apellido, el idioma, la esquina, el pañal de algodón o el descartable -, algo vibra, desde muy temprano, como una grieta en la trama.
Porque el garabato original no es sólo un recinto de encierro. También es el primer testimonio de la posibilidad. Como si la arquitectura de los condicionamientos no pudiera, por sí sola, clausurar del todo la imaginación. Como si, incluso al arrullo del mismo sonajero que duerme a generaciones enteras, algunos oídos fueran capaces de oír un eco distinto: un susurro de fuga, una señal de alerta o una promesa.
Y entonces ocurre lo milagroso: quien nace entre paredes ya dibujadas comienza -como jugando- a trazar, también, sus propios muros. Pero no para encerrarse, sino para elegir. Para contradecir. Para narrar su propio camino, aun con la certeza de que toda elección será tentativa, frágil, como arena. La cuna, en esta metáfora, no es entonces sólo un mueble sino una matriz simbólica: la antesala del sistema.
Es la primera celda de una arquitectura mayor, que intenta persuadirnos de que no hay salida más que la obediencia. Pero también es - si uno afina la mirada - el primer plano que puede ser redibujado. La primera geometría que admite el garabato. Y ahí nace la potencia de lo humano. En que incluso los laberintos heredados pueden devenir trazos nuevos. Que no sea definitivo no lo vuelve menos digno: edificar sobre arena no es un error, es un acto de esperanza.
Una ética. Un gesto de desafío amoroso. Porque sabiendo que todo puede derrumbarse, aun así construimos. Y en eso se revela una parte esencial del alma: el deber no está en el resultado, sino en la intención de la forma. Cada uno de nosotros, entonces, en algún momento de su biografía, debe detenerse y preguntar: ¿qué parte de este dibujo elegí yo? ¿Dónde comienza mi voz y dónde termina el eco que me sembraron? ¿Qué muros necesito derribar y cuáles construir para alojar lo que verdaderamente soy?
Ese garabato sobre la arena es así también un espejo: nos devuelve la imagen de lo que fuimos, pero con un espacio en blanco esperando lo que seremos. Porque el mayor acto de libertad no es escapar, sino redibujar el mapa. Y ese mapa - aun sobre la arena - puede sostener la más sólida de las casas: la que se edifica con consciencia, con ternura y con tiempo.
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