La mariquita, símbolo de fortuna, nos enseña que la suerte es un tejido de actos humildes y silenciosos que transforman lo adverso en equilibrio.
La mariquita y sus buenos augurios. Si aterriza en la casa, dicen, habrá buenas nuevas; si se posa en el hombro, se abren caminos; si entra por la ventana, algo se ordena en el ánimo.
Se posa en mi mano sin pedir permiso. No pesa, pero su presencia es inequívoca, como si una campana minúscula hubiera sonado y todo el aire, por un instante, se acomodara alrededor de su vestido rojo. La mariquita -también conocida como vaquita de San Antonio, catarina, o ladybug- abre y cierra sus alas duras con un latido lento, casi respiración.
Sobre el rojo, los lunares negros: islas de sombra en un mar encendido. Pienso que quizá cada mancha guarda una historia; no una culpa, no una condena, sino la memoria de un mal absorbido, una pena tomada, una molestia del mundo que ya no nos toca.
De niño me enseñaron a no lastimarla. "Trae suerte", decían. Y había en esa frase una mezcla de ternura y ceremonia: se la dejaba caminar por el dorso de la mano, se contaban sus puntos, se soplaba con cuidado para que se echara a volar, llevando consigo un deseo.
Con el tiempo supe que la suerte no es un fulgor caprichoso: parece más bien una artesanía humilde, la suma de gestos pequeños que protegen lo que importa. La mariquita, entonces, no sería talismán, sino una obrera diminuta que hace un trabajo silencioso: convertir lo dañino en alimento, lo adverso en equilibrio.
En los relatos de Oriente, su figura borda otros matices. En China, cuentan, se celebra lo que hace en los campos: no muerde la fruta ni hiere la hoja tierna; devora, en cambio, los pulgones que enferman los brotes. Es una purificadora sin discurso, una cuidadora que no predica: actúa. La metáfora es nítida: el mal se vuelve sustento, la plaga se vuelve vigor. Y, por eso mismo, conmueve.
En Japón la nombran tentomushi, el "insecto del camino del cielo": se dice que sube con el sol, que acompasa su viaje, que asciende con las preocupaciones humanas como si fueran granos de polvo que la mañana aprende a perdonar. No sé si un insecto puede cargar con las penas; sí sé que a veces uno necesita creer que alguien -algo- nos ayuda a llevarlas.
También conocida como vaquita de San Antonio, para los japoneses es "el insecto del camino al cielo".
En Europa medieval la llamaron "Escarabajo de Nuestra Señora": Our Lady's Beetle. El nombre, más que una etiqueta, fue una plegaria encarnada. Los campesinos la protegían, quizá porque ella los protegía primero: donde había mariquitas, los cultivos resistían mejor. La fe, entonces, se hizo práctica; y la práctica, sabiduría compartida.
No mates lo que te cuida. No dañes lo que ya ha elegido, por su propia naturaleza, cuidar de lo vivo. En nuestra lengua rioplatense quedó su apodo alegre: vaquita de San Antonio. Sencilla, doméstica, accesible a la mano de un niño.
Si aterriza en la casa, dicen, habrá buenas nuevas; si se posa en el hombro, se abren caminos; si entra por la ventana, algo se ordena en el ánimo. Son formas del mismo deseo: que lo mínimo nos enseñe a sostener lo grande.
Y sin embargo, no quisiera que este pasaje por las supersticiones del mundo se lea como un catálogo. Prefiero pensar que todas esas imágenes apuntan a una misma verdad poética: el rojo es la vida que late; las manchas negras, las heridas que alguien asumió para que esa vida pudiera seguir latiendo. No es difícil llevar la idea un poco más lejos.
Cuando la mariquita emerge de la pupa, su cuerpo aún no ha fijado del todo los pigmentos; el rojo se enciende, los lunares se definen. Pareciera que la criatura "acepta" sus marcas, como si fueran el uniforme para el oficio que ya estaba escrito en su forma. No hay vergüenza en esas manchas: hay oficio, hay destino, hay memoria de lo que toca enfrentar.
Cada punto negro podría ser, en nuestro cuento, un mal que no llegó a nosotros porque alguien, o algo, lo contuvo a tiempo. Un disgusto que no creció, una violencia que no prosperó, una enfermedad que no avanzó, una tristeza que encontró oído.
Si miramos con atención, el mundo está lleno de gente que hace de mariquita sin mencionarlo jamás: la enfermera que llega antes del alba para limpiar la herida y con eso desactiva el miedo; o el docente que toma el tartamudeo del niño como un ritmo que debe aprender a acompañar, no a corregir.
También la vecina que cocina de más porque sabe -sin preguntar- que al de enfrente le sobra silencio y le faltan ganas; el arquitecto que, antes de dibujar, escucha el modo en que una familia respira y decide que su trazo va a absorber la ansiedad, no a multiplicarla.
No hay heroísmo estridente en esos actos; hay, si se quiere, manchas negras invisibles que, vistas desde lejos, hacen de este mundo un lugar un poco más rojo.
Sé que conviene desconfiar de las metáforas demasiado perfectas. No toda entrega es saludable, no todo sacrificio es sabio, no toda renuncia es justicia. Hay una diferencia entre absorber y dejarse devorar. Las mariquitas, después de todo, llevan su rojo con claridad: no se disfrazan de otra cosa.
Es un color de advertencia -dicen los naturalistas-, un mensaje a posibles depredadores: aquí no hay presa fácil. Me gusta pensar que es una lección moral: uno puede ayudar sin desaparecer, puede cuidar sin borrarse; puede cargar con manchas que lo cuenten, no que lo anulen. Nadie le exige a la mariquita que salve sola el mundo: solo que haga, con obstinación, aquello que sabe hacer.
Parece un botón vivo, un remiendo animado que sostiene una tela invisible. Camina hacia el borde de la piel como quien tantea un mapa. El sol le dibuja un brillo breve en los élitros. Pienso en cuántas veces pedimos señales extraordinarias para creer que la vida tiene sentido, y en cuántas otras el sentido se nos entrega en lo que apenas alcanza a verse.
Por eso me conmueve la humildad de este insecto: es un milagro sin escándalo. No da discursos, no aspira a monumentos, no exige reconocimiento; trabaja. Quizá por eso la asocian con la suerte: porque cuando trabaja aquello que cuida, lo improbable se vuelve cotidiano.
Entonces me pregunto por nuestras propias manchas. ¿Dónde las llevamos? ¿En qué lugar del cuerpo -o del alma, si se me permite el viejo término- guardamos el rastro de lo que absorbimos por otros? A veces es el cansancio: una sombra en el ojo, una ojerita que no se queja. A veces es la paciencia: una manera de sostener una conversación difícil sin que se rompa lo que todavía puede aprender.
A veces es el silencio: callar para que el otro encuentre la palabra que le falta. Cada uno sabrá cuáles son sus lunares. No son trofeos. No piden exhibición. Son pequeñas marcas que, sumadas, narran una elección: estar del lado de lo que cuida.
Pero hay días en que el rojo se apaga. Nos pesan las manchas y el aire se vuelve frío. Entonces la mariquita busca refugio, se reúne con otras, hace comunidad sin saberlo. Y nosotros aprendemos allí: el cuidado no es hazaña solitaria, es tejido compartido.
He visto cómo un barrio se vuelve abrigo cuando aplaude la vuelta de alguien del hospital; cómo una familia sostiene la vejez como quien comparte pan; cómo un equipo se cubre sin competir por la gloria. Los lunares, cuando se reparten, no ennegrecen: dibujan.
También hay manchas que no deberían existir: violencias, abusos, crueldades que no admiten romanticismo. No todo mal es convertible en alimento. Pero incluso entonces, lo pequeño abre rendijas: alguien que se planta, alguien que acompaña, alguien que se niega a dejar desprotegido lo común. No es magia ni redención; es resistencia obstinada.
A veces la suerte no es un golpe de fortuna, sino el resultado perseverante de muchas criaturas minúsculas que se niegan a dejar desprotegido lo común. La mariquita nos deja esa lección mínima: convertir lo posible, resistir lo intolerable, distinguir sin confundirse.
Me gusta imaginar que los lunares se cuentan, a veces, como quien reza. Un niño mira la espalda roja del insecto y susurra: uno por mi madre, otro por mi abuelo, otro por el perro que ya no está, otro por el miedo que anoche no me dejó dormir.
Y al soplarla, entiende - aunque no se lo digan- que la suerte que pide depende también de él: de cómo trate a los otros, de cómo cuide lo que toca, de cuánta paciencia tenga con lo que crece. Porque si algo enseña la mariquita es que el mundo no mejora por decreto: mejora por el trabajo tenaz de lo que -aun siendo pequeño- entiende su responsabilidad.
La mariquita de mi mano ya parece decidirse. Abre y cierra, abre y cierra, hasta que, de pronto, el gesto se vuelve vuelo. No se va del todo: se desplaza apenas, describe un arco breve y descansa en la baranda. La luz le saca brillo al rojo como si fuera recién pintado.
Por un momento, me pregunto cuántos males minúsculos -cuántas punzadas, cuántas contrariedades- se habrán quedado pegados a sus manchas. No puedo saberlo. Pero me alcanza con intuir que en su pequeñez cabe una ética entera: comer lo que destruye, cargar lo que hiere, advertir sin daño, irse a tiempo para no encadenar. Para quien quiera leer, ahí está la parábola.
Tal vez la suerte, cuando se viste de rojo, no es otra cosa que este pacto silencioso: yo cuido de lo que puedo, tú cuidas de lo que te toca, y entre ambos hacemos lugar a un día que, por una vez, no nos pida explicaciones imposibles. Si la vida es, como sospecho, un territorio con más espinas que laureles, que no nos falten criaturas capaces de convertir espina en alimento.
Y si nuestras manos han de abrirse para dejar ir algo, que sea para despedir a una viajera diminuta que, sin anunciarlo, ya hizo por nosotros aquello que no sabíamos pedir.
Cuando por fin alza vuelo y desaparece detrás del limonero, me queda en la piel un cosquilleo breve. No es superstición. Es la memoria del contacto. Una señal de que, a veces, el alivio llega en su tamaño correcto. Pienso en quienes hoy mismo están poniendo el cuerpo para que otros respiren un poco mejor; en sus manchas invisibles, que los hacen más humanos, no menos.
Y me descubro agradecido. Porque en esta mañana cualquiera, la fortuna no cayó del cielo; caminó, pequeña y trabajadora, sobre mi mano. Y entendí -o creí entender- que la vida también se puede vestir así: de un rojo que abriga, con manchas que nos salvan.
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