Por Ramón Claudio Chávez (*)


Por Ramón Claudio Chávez (*)
Todos tenemos, o hemos tenido, alguna mascota alguna vez. En menor o en mayor medida, la compañía de los animales nos ha "refrescado" la vida.
Muchas personas poseen animales exóticos, otros tienen los tradicionales, que se han ido adaptando a vivir en espacios más reducidos.
Sobre ellos se han escrito libros, historias, películas; quién no recordará a "Rintintin".
Durante mi infancia y parte de mi juventud, tuve de mascota a un perro muy especial.
Mi vieja lo apodó con el nombre de "Tigre", porque era overo. Siempre me recalcaba que él tenía la edad que yo tenía.
El Tigre era un perro de los de antes, vivía en el patio; y en una ocasión le hicimos una casa de madera que nunca la utilizó. Al igual que Fernando, era "un perro callejero por derecho propio", muy sagaz y "un guardián de aquellos".
Por esas cosas de la convivencia se fue convirtiendo en mi perro; en casa estaba mi vieja, mi hermano mayor -que prefería los gatos- y mi hermano menor, que era un niño.
Nuestra relación fue generando afectos. Él buscaba recostarse cerca de donde yo estaba, y a mí me agradaba su compañía. Se llevaba bien con mi vieja, no era tonto, era ella la que le preparaba la comida. No había "comida para perros" como ahora, pero siempre el resto de nuestros guisos eran para el Tigre.
Dije que era callejero porque siempre durante el día salía a patrullar, no era de buscar roña con los animales de su especie, pero era valiente para defenderse si las circunstancias lo obligaban.
Nosotros vivíamos en la mitad de una vivienda que compartíamos con mi abuela, propiedad de un colono que todos los meses venía a cobrar la renta como "el señor barriga". Pero mi vieja garpaba. Estaba compuesta por dos habitaciones y una pequeña cocina. Adelante, el comedor y dormitorio de mi vieja y mi hermano menor, en la siguiente mi hermano Toto y yo, con el ropero y las cosas que siempre se guardan en las casas.
Si abrías las puertas podías apreciar el patio, porque todas estaban en la misma dirección. En el frente, un muro bajo, con dos espacios, uno mediano y otro como para ingresar un vehículo que nosotros no teníamos.
Las llaves de acceso eran un elemento decorativo, rara vez la puerta principal estaba llaveada. A la vivienda podía ingresar cualquiera, aunque no ingresaba nadie porque el Tigre se lo impedía.
Mi perro no era policía, pero parecía, hacía guardia 24 x 24, para cuidar la morada. Para eso no tuvimos que enseñarle nada, aprendió solo que ese territorio debía ser resguardado al igual que los residentes.
En verano nuestras noches de sueño eran con puertas y ventanas abiertas -un espiral en cada pieza- porque no había ventiladores.
Una vez mi hermano le preguntó a la vieja: ¿y si nos entran a robar?
- ¡Que nos van a robar si no tenemos nada! Además, ¡no te olvides que está el Tigre!
No teníamos nada de valor, pero éramos felices. Por aquel tiempo las calles eran oscuras, un foco de 25w en cada esquina y nadie tenía luz en frente de sus hogares.
Mi madre se encomendaba a los santos y yo le pedía a mi perro que cuidara de nosotros.
Los que tienen animales en sus casas, comprenden su sagacidad e inteligencia, cómo entienden perfectamente lo que hablan sus amos y cuándo hay o no una situación de peligro. Con el tiempo comprendí cómo él se las arreglaba para cuidar la vivienda que ni siquiera tenía portones.
A veces cruzaban tres o cuatro animales de su especie generando alboroto en la calle de tierra¸ él les ladraba del lado de adentro, como diciéndole:
-¡En la calle háganse los guapos, pero del muro para adentro no jodan!
Esos ladridos duraban un tiempo, mientras los provocadores permanecían en el mismo lugar, él corría de una punta a otra de la casa.
En su tarea del cuidado de la casa se tomaba algunas licencias, ladraba a las personas que cruzaban en bicicleta, en moto o en auto. Nunca lo hacía por delante, siempre de atrás.
Una noche se armó un lío grande porque solía morder las ruedas traseras de las motos y de las bicicletas. El conductor de la bici venía "duro", cuando el tigre le mordió la rueda trasera, lo desparramó por el suelo. El tipo se levantó empezó a gritar y el perro a ladrar más fuerte. Nos levantamos todos y el hombre en su misma borrachera, desenfundó un cuchillo.
-¿Por qué no atan a ese perro que anda molestando a la gente que cruza por la calle? ¡Manga de carachentos!
Ernestina se preocupó al verlo sacado y con el cuchillo en la mano. Mi hermano mayor tomó un palo de obeña…
-¡Voy a matar ese perro!, gritaba el hombre.
Con sagacidad el guardián en vez de ingresar a la casa se cruzó al otro lado de la calle y le ladraba al hombre; él lo siguió y se terminó tropezando en unas lianas que existían en un terreno baldío.
El vaho etílico que lo abrumaba le impidió levantarse rápidamente, mientras mi perro, guardando prudente distancia, no dejaba de ladrarle.
Con la agilidad que lo caracterizaba le dio un tarascón en el tobillo, lo que puso al hombre más loco aún.
Mi vieja lo mandó a mi hermano hasta la casa de Isidro Sotelo, el taxista del pueblo, para que llamara a la Policía.
Por suerte la fuerza de seguridad llegó pronto; agarraron la bici y a su maltrecho conductor, y los arrojaron en la carrocería de la camioneta Chevrolet para trasladarlo a la Comisaría.
La guardia 24 x 24 se interrumpía cuando aparecía una perra en celo, y el animal se iba con la jauría. Cosa de perros. Regresaba a los tres o cuatro días con heridas en el cuerpo producto de las peleas que ellos mismos ocasionaban. Nosotros dormíamos igual -cuando era verano- con las puertas y ventanas abiertas, pero con "el sueño más liviano" porque el ladrido de la alarma no iba a sonar.
Tigre era durante el día un perro sociable, se juntaba con otros, pero siempre en la calle. Jugaba con nosotros en los circos que armábamos con tacuaras y sábanas que le ensuciábamos a la Ernestina.
Por temporadas nos seguía a todas partes, incluso a las reuniones sociales, era un problema porque estábamos en la "kermesse" de la parroquia y mi mascota junto con nosotros. A veces teníamos que irnos porque a él le daba lo mismo que le dijéramos que se vaya o que se quede.
El primer año que me fui a la Universidad, no pude volver a mi casa durante el año completo, me comunicaba con mi madre por cartas.
En sus respuestas, nunca me decía si algo andaba mal, siempre: -¡Estamos todos bien!
En una ocasión me escribió: "El Tigre no anda bien, está sordo".
Pensé en el final y que al contarme me estaba preparando para la mala noticia. A mi regreso en el mes de diciembre, al llegar a casa, lo veo acostado muy maltrecho. Estaba ciego y también sordo, se movía por instinto.
Se dio cuenta de que yo había llegado, entonces sacó fuerzas para acercarse y ponerme su mano sobre mi rodilla.
-¿Cómo te conoció si no ve ni oye?, se preguntó mi madre.
Acaricie su cabeza con mis manos. De la alegría trataba de emitir sonidos como si me hablara. ¡Lo que son los animales!
Antes de regresar a la Universidad se terminó muriendo.
Pensé: "¡Me esperó para despedirse!"
Lo enterré en el fondo de la casa, y comprendí que con él también había pasado parte de mi vida.
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