
Santa Fe se revela como un entramado de recuerdos, donde cada calle y rincón evocan momentos de felicidad y melancolía, creando un vínculo eterno.

Percibir la ciudad como un libro. Eso. La ciudad como un libro que leo y en donde escribo palabras en sus márgenes. Impresiones, imágenes, retazos de recuerdos. Una ciudad modelada con los trazos de lo que he vivido, leído y de lo que podría haber vivido y soñado. ¿Melancólico? No lo sé. Es probable.
Además,... ¿quién dijo que lo sombrío, crepuscular o melancólico no puede ser bello y verdadero como un poema? Con Santa Fe siempre mantuve una relación difícil. En estas calles, en las calles de esta ciudad, viví exclusivos momentos de felicidad y más de una vez fui desdichado.
Me encanta Buenos Aires; soy feliz en Montevideo; disfruto de Madrid; amo a París, pero durante un mes, dos meses, tres a lo sumo, después regreso a mi ciudad. En realidad siempre regreso o, según se mire, nunca me voy de Santa Fe.

Con la revolución de las tecnologías, yo he leído el diario El Litoral en un bar de Budapest, en el lobby de un hotel de Praga, en la galería de una cabaña en un kibutz de Israel, en un pueblito encantador de España llamado Ronda, donde se dice que descansan los restos de Orson Welles y a donde Ernest Hemingway iba con frecuencia a disfrutar de las corridas de toros.
Sin embargo, en cualquier lugar del mundo que esté y a cualquier hora regreso a Santa Fe. No puedo evitarlo. Es más, lo disfruto y lo necesito. Como me dijera alguna vez un amigo muy santafesino que por esas cosas de la vida vivía muy lejos de Santa Fe: “Extraño hasta los mosquitos”.
De ese “extrañamiento” intentaré escribir para elaborar nuevas perspectivas de lo real. “Y así vamos adelante, botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado”, escribió Francis Scott Fitzgerald.
No nací en Santa Fe, pero desde mi lejana infancia estuve vinculado de una manera u otra con la ciudad. Mis recuerdos de infancia son la terminal de ómnibus que entonces estaba por calle Mendoza al frente del Correo, o el Baviera de Mendoza y 25 de Mayo.
Hay un paisaje que no sé si me pertenece o es una imagen sacada de las películas “Tire dié” y “Los inundados”: el panorama de una ciudad de casas bajas, calles angostas y avenidas arboladas. Es un paisaje de luz: un cielo azul, el sol en los techos de las casas; a veces una fina garúa; a veces un chaparrón golpeando el techo de zinc de alguna vieja casa de estudiantes.

Ese paisaje se llama Santa Fe. Hay un bar en la esquina de bulevar y Urquiza al que asisto con mis padres: ellos toman cerveza y yo una Bidú porque, ya lo sabemos, en la provincia de Santa Fe la Coca Cola no entra. Desde ese bar retengo la imagen del Ministerio de Agricultura, un edificio majestuoso; el edificio que para un chico de pueblo solo se puede construir en una gran ciudad.
Hablaba de calle Urquiza: mantengo borrosa la imagen de una calle con los árboles talados. Hay un patio cervecero, creo que por calle Sarmiento, al que frecuentan mis padres y los amigos de mi padres. Los chicos jugamos en la vereda y desde algún lugar llega olor a pescado frito y chorizos que se asan en alguna parrilla.
Hay un puerto donde tomamos la lancha para ir a Paraná. Me gustaba ese viaje. Me gustaba subir a la lancha y sentarme del lado de la ventanilla y contemplar las oscilaciones del agua y más allá las islas. Hay un viaje que no olvido: llueve y el viento sopla fuerte. Sin embargo, no tengo miedo. Santa Fe es también eso: la lancha.
Es la única ciudad que conozco, que visito con mis seis o siete años, en la que hay una lancha cruzando el río. Desde la lancha reconozco el horizonte: Alto Verde y el Puente Colgante. Solo en Santa Fe hay un Puente Colgante: lindo o feo, destruido, robado y vuelto a construir, pero santafesino.
Un ejemplo me permito citar para otorgarle significado a esa relación compleja que mantenemos con la ciudad. Después de más de treinta años de ausencia me visita un amigo. Vive lejos pero no olvida, no puede olvidar. Paseamos en auto. En algún momento cruzamos el Puente Colgante y le pregunto si registra alguna diferencia.
Me responde en el acto: “Los durmientes, no están los durmientes de madera”. En su memoria auditiva estaba registrado ese sonido, esa vibración ahora ausente. En su ciudad, el Puente Colgante tenía durmientes de madera. Un detalle que en términos prácticos carece de importancia, pero en el universo mítico importa. Es como si existieran universos paralelos.
En un primer plano la ciudad es la misma, pero luego hay detalles, señales, marcas que establecen pequeñas diferencias. En uno de sus mejores relatos, “La trama celeste”, Adolfo Bioy Casares discurre sobre esta experiencia. Retorno a mi niñez y mis visitas a la ciudad.
Hay un cine que se llama Gran Rex al que voy con los hijos de los amigos de mis padres a la hora de la siesta. Cuando no es el Gran Rex, es el Doré. Hay una plaza, después sabré que se llama Pueyrredón, en la que celebra un acto político el Partido Demócrata Progresista. Calculo que debe ser el año 1956.

Juan Domingo Perón fue derrocado no hace mucho tiempo. Y el que habla, por lo que alcanzo a escuchar, se llama Luciano Molinas. Hay un comedor en avenida Freyre, creo que se llama Carlucci, al que a papá le encanta ir y cada vez que estamos en Santa Fe almorzamos o cenamos allí. Mi plato preferido es milanesa con huevos fritos y papas.
Hay una calle, no sé si 1° de Mayo o 4 de Enero, por la que transita un tranvía. En la infancia de chico de pueblo que visita Santa Fe hay tranvías. Muchos años después conversé con Carlos Monzón y entre copa y copa le pregunté qué es lo que más recordaba de Santa Fe y me respondió: “Los tranvías”.
Y lo que recuerdo no es tanto la respuesta como la cara de felicidad que puso para decir esas dos palabras: “Los tranvías”. Emilio Toibero, a mi criterio uno de los mejores críticos de cine del país, un amigo que ya no está, que murió muy solo en Rosario, pero que vivió muchos años en Santa Fe, siempre hablaba de “mi ciudad rodeada de ríos”.
Y a mí me gustaba esa imagen: Santa Fe rodeada de ríos. Y me gustaba esa canción litoraleña que después de contar una promesa de amor concluía diciendo: “Te irá a buscar mi sombra cuando vuelvas, para llegar de noche a Santa Fe”. Y no menciono el “Alto Verde querido” para que no me imputen haber cometido el pecado del regionalismo.
Citando a un gran poeta, yo diría de Santa Fe: “Un fresco abrazo de aguas la nombra para siempre”. El poeta -Carlos Mastronardi- está hablando de la provincia de Entre Ríos, pero podemos tomarnos la licencia de extender la imagen para nuestra ciudad. “Mi ciudad rodeada de ríos”.
Aunque ocasionen mosquitos y periódicas inundaciones, los ríos que nos rodean son nuestra poesía, nuestra música, nuestro horizonte de colores. Otro poeta santafesino, que desde hace décadas vive en otro país, alguna vez escribió sobre la ciudad, pero no la ciudad en general, sino sobre un “pedacito” de ella, un “pedacito” de agua y orilla.
El poema se llama “Laguna Setúbal” y el autor es Gabriel Rodríguez : “Una laguna se desborda sin ruido en tu memoria/ a su orilla se ordenan las casas solariegas/ los árboles altos de un verano sin término,/ las muchachas doradas que el tiempo/ enterrará cuando entierren tu cuerpo".