Perderse, arruinarse económicamente, morirse, ir a vivir a lugares inferiores. Esa es la definición que el diccionario lunfardo otorga a la expresión "irse a los caños". Como en este retrato urbano registrado por el reportero gráfico Flavio Raina, con su ojo que todo lo ve y dispara, para inmortalizar un momento tan doloroso que nos interpela como sociedad. ¿Quién es, acaso, la persona que habita este caño? ¿Cómo llegó hasta allí? Una historia de abandono y postergación social pueden ser las pistas para tratar de comprender lo que humanamente resulta incomprensible. Un nadie, un marginado social. Una silla de ruedas que espera en la puerta del caño de desagüe que hace las veces de hogar. Un techo frío, gris y redondeado para cobijar la esperanza de otro amanecer, de transitar un día más, de esperar vaya a saber qué. Las ropas desplegadas alrededor del caño, un bidón de agua, la pava para el mate, no mucho más. El habitante del caño sobrevive al margen de la ciudad. Ocupa este desagüe que transformó en su reparo junto a la calle Teniente Loza y Los Teros, en barrio San Agustín II, el extremo noroeste de la ciudad, allí a donde el brazo del Estado llega a cuentagotas, allí donde la gente se resigna a vivir como puede, de changas u oficios, a donde la violencia pelea su terreno en una lucha tensa y cotidiana con las estrategias de inclusión de un Estado al que no le sobran recursos. Y todo ello hace que algunos se vayan a los caños. El equipo periodístico de El Litoral estaba allí para contar otra historia. Pero ante esta fotografía que interpela e incomoda, no podía seguir de largo. Había que detenerse, estar, ver, sentir y contarlo.









