"El rostro del otro me reclama, me llama, me ordena"


"El rostro del otro me reclama, me llama, me ordena"
Miro mi zapato y siento cómo la luz se posa sobre la punta, leve, frágil, como una mariposa que insiste en quedarse. Sus alas de claridad tiemblan, retroceden, vuelven, como si quisieran retomar los rayos que dejaron atrás en el aire. Una ventana abierta, descuidada, permite que esa danza llegue hasta mí, que se instale sobre el cuero gastado, sobre la quietud de mi espera.
A mi derecha, a un par de suspiros, se encuentra ella. Yo, su acompañante. Ella, somnolienta, recién resucitando del ida y vuelta vertiginoso del quirófano. Sus párpados se agitan como hojas que quieren abrirse al sol después de la tormenta. La piel pálida, la respiración lenta, el leve estremecimiento de sus dedos son señales mínimas, casi imperceptibles, de que algo retorna.
La luz se mueve sobre su rostro, tantea sus mejillas, acaricia el contorno de su boca. Esa misma claridad que rozó mi zapato ahora parece posarse en ella, como si la guiara de regreso. Hay en esa invasión luminosa un gesto de ternura cósmica: recordarle al cuerpo dónde queda la vida, invitarlo a volver.
Yo, su acompañante, observo un breve despertar de un día frágil. No hay apuro, no hay palabras. Solo un temblor compartido. Sostengo su mano, y en ese roce de piel con piel se juega un pacto silencioso: yo te espero, yo te guardo, yo te nombro mientras vuelves. Me descubro entonces respirando con ella, como si mi aire buscara acompañar el suyo. Me reconozco en la espera, en la vigilia que no exige nada más que estar. Y en ese estar, en esa presencia desnuda, encuentro un sentido que no sabía que buscaba: ser testigo de lo frágil y, al mismo tiempo, de lo inmenso.
No soy más que esto: ofrecérseme como orilla, como refugio, como promesa de que al abrir los ojos no se encontrará la soledad sino un rostro dispuesto a recibirla. El monitor late, el aire aún huele a metal, pero nada de eso importa. Todo lo esencial se concentra en este regreso, en este instante en que ella vuelve, paso a paso, desde la penumbra, siguiendo la mariposa de luz que la conduce a mi mirada. Y mi mirada se congela en el tiempo: queda viva, abierta, intacta, como un faro que no se apaga.
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