El sentido común no es una regla escrita, sino un valor y una vivencia compartidos. No es algo fijo, sino tan dinámico como la vida de una sociedad. Su valor de código no escrito es referencial, como el de una brújula, orienta conductas y economiza tiempos en la coordinación de la siempre difícil convivencia entre seres humanos diversos.
El sentido común es una vara socialmente homologada como medida de razonabilidad; una conciencia compartida de lo que está bien y lo que está mal; una percepción que escapa a los artilugios de las ideologías y a las abstrusas explicaciones de los manipuladores de turno.
Por eso, para una sociedad, perder este sentir común que robustece la pertenencia al corpus, es grave, en tanto desata los vínculos que lo configuran. Una sociedad dividida por sentimientos de confrontación, por desencuentros cotidianos, por sospechas cruzadas, por divergentes visiones del sentido de la vida, por su creciente segmentación en grupos, facciones, tribus urbanas y rurales; por la distinta significación otorgada a las palabras y los conceptos, por enconos progresivos, deja de ser una sociedad, porque pierde la affectio que le dio origen, la voluntad de estar juntos, el ánimo de participar de un proyecto común de construcción de futuro.
La democracia como forma de Estado moderna, es una práctica de convivencia ajustada a la regla del gobierno de la mayoría, fundada en el voto popular, con respeto de la minoría. Es un sistema exigente en término de conductas ciudadanas, responsabilidades políticas y funcionalidades institucionales, porque al estar abierto a las diferentes búsquedas, ideas, propuestas y acciones de gobernantes y gobernados, su dinámica genera inestabilidades. Por eso es necesario el concurso de las instituciones de la República, que permiten repartir esas tensiones en un edificio de compensada arquitectura que asegure su equilibrio.
La combinación de los conceptos modernos de democracia y república es la más alta expresión del pensamiento político de nuestro tiempo, pero no está a salvo de los embates de la barbarie del siglo XXI. Su virtud es que pone en movimiento la materia gris de un pueblo, sin cortapisas, con la riqueza de su variedad, pero en su apertura se expone a los excesos del juego sucio. Ese es su talón de Aquiles, porque si el juego participativo desborda el cauce de las leyes y los valores entendidos, el sistema entra en crisis. El escenario empeora drásticamente cuando aparece la siempre acechante tentación de una facción por ganar espacio de cualquier manera, de hegemonizar la partida, de cambiar de modo unilateral las reglas del juego con recursos aviesos y retorcidos.
Este fenómeno, siempre probable, ya no está confinado a las dictaduras de los países atrasados; hoy amenaza, incluso, a los desarrollados. La revolución de las comunicaciones, estrecha el mundo y multiplica los contagios de las ideas más delirantes, que se extienden a la misma velocidad que disolventes teorías conspiranoicas, favorecidas por los declinantes niveles educativos. La exposición de los líderes políticos a la luz pública, y la percepción de sus máscaras teatrales en 4K, los deja al desnudo. Cualquiera puede leer la impostura de sus gestos y comprobar la falsedad de sus discursos en el breve tiempo que separa lo que se dice de lo que se hace.
Es una hora compleja para los dirigentes políticos, sobre todo cuando se empeñan en repetir fórmulas viejas y reiteradamente fracasadas en un ciclo de cambios vertiginosos. Y ni qué decir de las sociedades, cada vez más empobrecidas y desconfiadas, que padecen sin solución de continuidad la interminable secuencia de políticas fallidas.
En la Argentina de estos días, la manifiesta ruptura del sentido común comporta un grave desequilibrio en la crujiente estructura de nuestro edificio social. Y las actuaciones del presidente formal y de la conductora real del país, sólo acentúan los peligros de colapso que muchos perciben en el horizonte cercano.
El sentido común es una vara socialmente homologada como medida de razonabilidad; una conciencia compartida de lo que está bien y lo que está mal; una percepción que escapa a los artilugios de las ideologías y a las abstrusas explicaciones de los manipuladores de turno.
Si el juego participativo desborda el cauce de las leyes y los valores entendidos, el sistema entra en crisis. El escenario empeora drásticamente cuando aparece la siempre acechante tentación de una facción por ganar espacio de cualquier manera, de hegemonizar la partida.