El lunes amaneció lloviendo y después de varias semanas de soportar los sádicos calores santafesinos un aire fresco entraba por la ventana de mi dormitorio, aunque la noticia de la mañana no era ni la lluvia ni la temperatura, sino la muerte de mi amiga Susana Paradot, muerte ocurrida más o menos a las dos de la mañana. Es decir, la noche del domingo, a la hora en la que suelen ocurrir las malas noticias, alteradas en ese caso porque esa misma noche, la noche que se extiende del domingo al lunes, con mi hija, mis nietos y algunas de las personas que quiero, celebrábamos en la quinta familiar de Arroyo Leyes el cumpleaños 91 de mamá. Así es la vida. Casi a la misma hora, una persona que quiero levanta la copa para celebrar un año más de vida y otra persona que quiero muere en un sanatorio.
Según me dijo después Oscar -mi amigo y el marido de Susana de los últimos cincuenta años- ella estaba internada desde hacía casi dos semanas, y sospecho que no solo sabía que la muerte era una posibilidad cierta, sino que de una manera confusa, como suele ocurrir en estos casos, la deseaba, porque era, en el mejor sentido de la palabra, demasiado orgullosa para soportar sin esperanzas las humillaciones de una enfermedad. Oh Susana.
Susana murió dos años después de la muerte de una de sus amigas más queridas, Estela, con la que compartieron durante años la casa con limoneros, naranjos y patio de parra de calle Obispo Gelabert. Fue con ella con quien viajó, allá a principios de los años setenta, en una travesía realmente temeraria (aunque digna de ellas) por Bolivia y Perú. Esos eran lugares a los que solo a Susana y a Estela se les podía ocurrir ir, peregrinando en trenes tortuosos, sentadas en asientos de madera desvencijados, rodeadas de coyas herméticos, acompañadas de gallinas, corderos y perros; viajando luego en colectivos viejos que oscilaban al borde del abismo, perdidas en la inmensidad del altiplano, durmiendo en pensiones rasposas donde la tierra y las piedras eran más hospitalarias que los colchones plagados de chinches y pulgas. Muchos años después, Susana le escribió a Estela para saludarla por sus sesenta años. "Los años pasaron pero no lo olvido. Vos, yo, nosotras, en un ómnibus cruzando la meseta de Nazca. El chofer diciendo: 'Paramos a comer y al baño'. Y nosotras, qué ingenuas, preguntando por el baño. Un señor nos dijo: 'Detrás de los árboles'. ¿Te acordás?". Nunca pude saber qué impulso secreto permitió que a dos intelectuales devotas de Vallejo, Pavese y Borges, lectoras asiduas de "La ideología alemana" de Carlos Marx dictada por Aldo Oliva y que tenían un gato que lucía el distinguido nombre de Hesíodo, se les ocurriera perderse por esos desoladores polvaderales. Nada que ver, claro está, con los últimos veraneos en Mar de Ajó, compartiendo con otras amigas una casa frente al mar, el mismo mar en donde hace un par de años fueron desparramadas las cenizas de Estela, tarea que Susana se ocupó de cumplir con Cheli y mi hijo Ignacio, porque sabían que ése era el deseo de su amiga. "Nunca más volveré al mar -escribió Estela, que siempre se anticipaba a las malas noticias-, tampoco volveré a caminar por sus bordes para sentir el agua acariciando mis pies. Ni volveré a ver la neblina que esconde el malecón y los edificios de San Bernardo. No sentiré más el olor de los pinos y los eucaliptus que estallan en la zona del camping. No volveré a ver a las amigas con quienes durante más de veinte años, hemos compartido la playa, algunas confidencias y hemos visto crecer a nuestros hijos".
Dije que Susana fue la mujer de Oscar; Estela fue mi mujer. Y Camilo, Victoria e Ignacio fueron nuestros hijos. Me detengo en estos detalles porque, como ya dije en su momento, compartimos durante algunos años la misma casa, la casa de Obispo Gelabert, entre San Lorenzo y Saavedra, casi al frente del viejo cine Apolo. Allí aprendimos a ser amigos, oficio arduo y feliz, no exento de ásperas diferencias. Y aunque con el paso de los años esas diferencias políticas amenazaron con romper la amistad (de hecho, más de una vez nos peleamos), en los últimos años dispusimos de la sabiduría necesaria como para saber que los afectos eran más importantes que las disidencias políticas, certeza difícil de adquirir porque para todos nosotros la política nunca fue una distracción pasajera. Mary, la Turca, lo expresa muy bien: "Aprendimos muchas cosas juntas. Una de ellas, que ninguna ofensa era definitiva entre quienes de verdad se quieren".
A Susana la conocí a principios de los años setenta durante los tumultos de la huelga estudiantil del comedor universitario. Era hermosa. Un rostro anguloso de líneas afiladas suavizada por las sombras. Un entrevero seductor de francesa y gitana. Los ojos, la sonrisa, los cabellos, pero sobre todo el estilo, algo descarado, algo insolente, siempre lúcido. Ya entonces era de izquierda, identidad a la que fue leal hasta el último día de su vida.
Aquellos años de estudiantes transcurrieron en la casa de Obispo Gelabert en la que no sé si "estallaban geranios", como decía Pablo Neruda, pero sí puedo asegurar que en ese departamento fuimos felices y, muy en particular, lo fueron las mujeres que vivieron allí: Marta, Laura, Cheli, Mary y la dulce Coby. Las Obispas, como decían, un poco en broma un poco en serio. "Apasionadas, frívolas, dulces fuertes y suaves, no éramos mezquinas", escribe Mary. Y así eran. Generosas e impuras. Las Obispas. Las mismas que de vez en cuando, y hasta no hace tanto tiempo, acariciaban la fantasía de vivir juntas los últimos años, compartiendo el mismo techo, el mismo vino, los mismos libros, las mismas películas, los mismos asados y los mismos amigos, esos amigos (Alberto, Eduardo, Aldo, Ramón, Patricio, el Ciego…) que se quedaban a almorzar o a cenar, o a compartir los mates de la siesta, siempre hablando de política, del último libro de Borges, la penúltima película de Luchino Visconti, el teatro de Harold Pinter, la música de J.S. Bach, los Beatles y Charlie Parker y, como concesión generosa a Oscar y a mí, muy de vez en cuando, algo de Carlos Gardel, Edmundo Rivero y el Polaco Goyeneche.
Ya se sabe que la vida después se encarga de desbaratar ilusiones, pero no deja de ser auspicioso y notable que a pesar de los años transcurridos, y de las ausencias y de las muertes y de todas las desventuras que el tiempo se complace en urdir, esa fantasía, la fantasía de vivir los últimos años en comunidad, siempre haya estado presente, disimulada con el humor y cierto toque de nostalgia.
A Susana siempre la recordaré con Oscar, el hombre que la amó y la amará hasta el fin de los tiempos. "Oh Susana, no llores más por mí, que vengo desde Alabama tan solo por verte a ti". No era fácil hacer llorar a Susana, pero a veces las lágrimas la vencían. Susana reía y lloraba con ganas. Oscar lo sabía y también la quería por eso. También recuerdo nuestras excursiones a Villa Gesell en aquellos años en los que viajábamos con poca plata, mucha sed y borrascosos deseos. Entonces dormíamos en carpas y nos quedábamos hasta la madrugada tomando vino, contando historias o escuchando canciones. O aquel último viaje a Mina Clavero -Camilito era un bebé de meses- a fines de enero de 1976, un mes y medio antes del golpe de Estado que quebró nuestras vidas y nos desparramó por el mundo y por los presidios.
Los recuerdos, como los sueños, son arbitrarios; confusos, pero a veces persistentes. Recuerdo. Recuerdo ese domingo a la noche en el cine Luxor de San Martín y Corrientes donde por primera vez vimos "Casablanca" y escuché el suspiro de Susana cuando Ingrid Bergman le dice a Humphrey Bogart: "El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos". Después regresamos caminando por las calles de una ciudad dormida a nuestra casa de Obispo Gelabert, esa casa a la que Estela, poco tiempo antes de marchar al silencio, la recordó con estas palabras. "En ese entonces/ yo vivía en una casa/ con otras mujeres/ y un patio de parra./ Era cuando la risa estallaba en las bocas,/ era cuando el amor/ se refugiaba en los cuerpos,/ era cuando el silencio se cruzaba de miradas./ En ese entonces/ la casa nunca se apagaba".
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