"Si te caes ahí cuando llueve fuerte terminás como Don Aurelio, arrastrado por el caño mayor hasta el puerto, y apareces al otro día flotando en el río (…)"
Sí, ya lo sé... comparado con las historias macabras que usted viene narrando en El Litoral, es posible que lo que vengo a contarle sea una sonsera. Pero le aseguro que, aún hoy a punto de cumplir 86, a menudo me despierto sobresaltado con esta pesadilla que viví hace más de setenta años. Si le parece, le pido que nos encontremos en el dique dos esta misma tarde. Quiero mostrarle donde sucedió la historia, al menos en su etapa terminal. Si le interesa le voy a facilitar algunos diarios de aquella época; se habló bastante del tema.
***
Aquel fue un típico verano lluvioso santafesino y nosotros, nosotros éramos un grupo de jovencitos traviesos de Barrio Candioti, siempre buscando la manera de divertirnos en las vacaciones de la escuela. El padre de Paco Gutiérrez, el más pícaro del grupo, trabajaba en Agua y Energía. Fue él quien trajo el germen de la idea. Una tarde aburrida, nos contó que su papá, en días de lluvia, recomendaba alejarse de las bocas de tormenta.
- Si te caes ahí cuando llueve fuerte terminás como Don Aurelio, arrastrado por el caño mayor hasta el puerto, y apareces al otro día flotando en el río…
Paradojas de la juventud. A nosotros en lugar de asustarnos, esa advertencia, nos generaba emoción. El caño del desagüe subterráneo y el agua de lluvia embravecida corriendo como sangre hacia el puerto fue, desde ese momento, la síntesis misma de la aventura.
Y llegó el día… llovió copiosamente en la ciudad. Cuando la lluvia se calmó, con los muchachos decidimos investigar. Investigar si lo que decía Paco era cierto o exageración propia de padre.
Movimos, con poco esfuerzo, la tapa de hierro de la esquina de Alvear y Calchines y vimos, asombrados, que efectivamente el agua corría como un río embravecido por el enorme caño del desagüe pluvial de la ciudad.
De un pique fuimos hasta el puerto, saltamos una parte del tapial caído y llegamos al dique dos, por suerte los guardias de prefectura no nos vieron.
Entonces comprobamos aquella maravilla.
Para nosotros "las cataratas del Iguazú en plena ciudad de Santa Fe", de los dos caños de un metro y pico de diámetro salían formidables chorros de agua de lluvia que caían al río haciendo un ruido atronador.
Quedamos ahí, contemplando el espectáculo, hasta que otro de mis amigos Oscar Griot, tiró la idea.
- ¡Qué bueno sería venir embalado por el caño y saltar al agua!
- ¡Buenísimo! (exclamamos todos)
- Yo me animo (largué haciéndome el valiente, bravuconada de la que me arrepentiría toda la vida)
- Pero antes tenemos que probar el recorrido con un pedazo de madera o algo que flote para ver si llega bien (dijo Octavio, el hijo del ferretero)
Y así fue. Probamos con un trozo de telgopor y luego con un cajón de manzana. La prueba salió perfecta, se demoraba seis o siete minutos en llegar desde la esquina hasta la desembocadura de los dos caños en el Dique 2.
Pero el destino, del que aún ignorábamos su sabiduría ancestral, nos lo advirtió. La lluvia se disipó y el río subterráneo se convirtió en un chorrito.
Otra vez será… seguro en un par de días, la próxima lluvia.
Pues bien, la lluvia demoró casi dos meses. Y fue brava. Al cuarto día amainó y los cinco nos juntamos en Calchines y Alvear para concretar la postergada aventura. Ante la pregunta yo reiteré mi intención. Me sentía más preparado que antes. El entusiasmo nos hizo distraer y olvidar los detalles. No fuimos a ver la salida de los caños. Ese fue el error.
Yo, guapo irresponsable, bajé la escalerita y, sin pensarlo dos veces, me largué al agua torrentosa. Mis amigos prometieron seguirme al trote, desde arriba, por calle Alvear. Al principio todo bien pero a los pocos minutos (o pocos metros) el conducto estaba taponado, algo bloqueaba la salida.
El agua cubría toda la superficie del caño y me sumergí. Intenté retroceder pero la fuerza del agua era imparable. Entonces empujé el tapón del túnel. Empujé con todas mis fuerzas, hasta que por fin la obstrucción se liberó. Pude respirar, empecé a avanzar de a poco. Abrazado al tapón que tenía un olor asqueroso.
Cuando un rebote de claridad exterior en una alcantarilla me iluminó, comprobé de qué se trataba. Era un cadáver. Un cadáver enorme, hinchado. Podrido. Y no me lo podía sacar de encima.
Gritaba y tragaba agua, agua contaminada, agua infectada con trozos del cadáver. No se cuanto tiempo transcurrió, para mi fue una hora o más. Según mis amigos algunos pocos minutos. Saltamos juntos de los caños a las aguas del dique dos. Abrazados. Yo y el cadáver que resultó ser de una mujer indigente a la que se la buscaba desde hacía más de un mes.
El autor en el lugar de aquella tragedia. Dique 2 Puerto de Santa Fe, salida de los desagües pluviales de la ciudad
***
Eso fue aquí mismo, hace unos setenta y dos años, en el mes de marzo de 1953. Le dejo algunos recortes de noticias y le pido que lo cuente con clase, en lo posible sin detalles tan escabrosos para que me ayude a contárselo a mis hijos y nietos que aún no conocen el motivo de mis recurrentes pesadillas.
(*) Relatos literarios basados en hechos reales.
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