No se escapa, no muere, no cambia de ciudad ni se despide para siempre. Directamente se va. Camina unas cuadras, alquila una pieza en la calle de al lado, y desde allí mira cómo la vida continúa sin él.

La editorial Serapis publicó una cuidada selección de relatos de Nathaniel Hawthorne, con prólogo de Ezequiel Vottero. Una obra para pensar la fuga, la identidad y el vacío.

No se escapa, no muere, no cambia de ciudad ni se despide para siempre. Directamente se va. Camina unas cuadras, alquila una pieza en la calle de al lado, y desde allí mira cómo la vida continúa sin él.
Esta es la escena que da origen a "Wakefield", el relato con el que Nathaniel Hawthorne analiza la identidad. Algo que el autor ya pone en tensión en el primer párrafo, cuando alude a él de esta manera: "un hombre, llamémoslo Wakefield".
¿Qué es un hombre cuando deja de ocupar el lugar que lo define? ¿Qué queda de uno cuando huye de sí mismo?. Son algunas de las preguntas que irá proponiendo el narrador.
La editorial rosarina Serapis publicó "Wakefield y otras alegorías" en una edición curada por Ezequiel Vottero, y allí se percibe la potencia de este clásico decimonónico.

El texto de Vottero, a modo de prólogo, es un pequeño ensayo sobre la fuga y el paréntesis, escrito con una prosa que varía entre la erudición y la sensibilidad literaria.
"Wakefield espera por sí mismo, pero con la salvedad de que ese sí mismo es impersonal", escribe. Es decir: el hombre que se va no es un rebelde, tampoco un cobarde, es un canal por donde circula la nada.
En un pasaje, Hawthorne lo dice con sobriedad devastadora: "Se separó del mundo, desapareció, abandonó su lugar y privilegios entre los seres vivos, sin ser admitido entre los muertos". Es un desplazamiento que rompe el orden.
Publicar hoy un libro que gira en torno a la inacción, la espera y el repliegue es un acto político. No hay urgencia en estos relatos, pero hacen pensar. Porque lo que está en juego es el ritmo interno de la conciencia.

"Tu casa está en otro mundo", le dice el narrador omnisciente a Wakefield. Es una advertencia: quien se aparta de su sistema, aunque sea un instante, se arriesga a no regresar. Como si el mundo, al no vernos más, se olvidara de que existimos.
Antes de que Kafka encerrara a Gregorio Samsa en una habitación convertido en insecto, Wakefield se había encerrado a sí mismo. El gesto es el mismo: negar la continuidad de la vida sin negarla del todo. Lo dice Vottero: "No se va de su casa para vivir otra vida. Se va para ser su propia ausencia".
Hay algo kafkiano en la forma en que Hawthorne entiende el tiempo. En "Wakefield", es como un paréntesis entre dos interrupciones. En ese espacio, uno puede seguir existiendo sin ser nadie.

Y cuando Wakefield vuelve, al cabo de veinte años, lo hace solo para morir. No regresa para reparar sus acciones, ni para redimirse, ni siquiera para confesar. Vuelve como quien acepta la condena de tener un final.
En el libro, que cuenta con traducciones de Lelia Chiapero, Gervasio Fierro, Paola Azcoiti, Gastón Navarro, Malena Zubizarreta y Julia Sabena, hay también otros relatos notables que giran en torno al mismo eje.
En cada uno de ellos, la forma se convierte en una especie de alegoría negativa: una fábula sin moraleja, o con una moraleja que se deshace justo cuando creemos haberla entendido.
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