La imaginación como trinchera: "El beso de la mujer araña" vuelve a los cines
Más que una historia de encierro, la obra de Manuel Puig habla sobre la necesidad de inventar mundos cuando la realidad es insoportable. La nueva versión, que se estrena en Argentina el 8 de enero, tiene a Jennifer López como protagonista.
La actriz Jennifer López, la estrella de la nueva adaptación. Foto: 1000 Eyes
"El beso de la mujer araña" es una de las novelas más conocidas de Manuel Puig, publicada en 1976 por Seix Barral de Barcelona, casi en paralelo con la llegada de los militares al poder en Argentina. Es un texto que dialoga con su tiempo, pero que al mismo tiempo es atemporal, lo cual la hace grande.
Medio siglo después, vuelve al cine en una versión dirigida por Bill Condon, con un reparto encabezado por Diego Luna, Tonatiuh y Jennifer López. El estreno en Argentina está previsto para el próximo 8 de enero.
No parece, en principio, un ejercicio nostálgico (aunque también lo es) sino más bien una reafirmación de la validez de su eje: la ficción (en todo lo que ella abarca) sigue siendo una forma de resistencia frente a la brutalidad de lo real.
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El regreso de esta obra interpela de manera directa. Porque Puig escribió una historia de encierro, deseo y política, pero también engendró una poética sobre lo necesario que resulta el poder de imaginar cuando la realidad se hace inhabitable. También habla sobre la posibilidad de convencia con la "otredad".
El cine como salvación
En "El beso de la mujer araña", la ficción es supervivencia. Cabe recordar la trama: Molina, encerrado en una celda junto a Valentín, reconstruye películas para soportar el encierro, el miedo, la violencia.
Entonces, el cine aparece como un acto de resistencia, una manera de preservar la sensibilidad cuando todo alrededor conspira para destruirla. Cómo si evocar esas historias sería sinónimo de vivirlas de cuerpo presente.
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Esa idea, la ficción como refugio frente a la crueldad, atraviesa la obra de Puig y explica, en buena medida, por qué sigue siendo actual. Es que en tiempos de polarización, discursos de odio y realidades cada vez más duras, recordar una película, volver a contarla en voz alta, se vuelve algo político.
La nueva adaptación cinematográfica (la anterior es la que le dio el Oscar a William Hurt en 1985) parece entender esa clave, la de volver a preguntarse para qué sirve el cine cuando el mundo duele. Debate que, en términos similares, estuvo presente en la Argentina durante 2025.
Integrar un linaje
En ese punto, "El beso de la mujer araña" dialoga con un grupo de films que, desde registros y épocas muy diferentes entre sí, plantean esa idea de la ficción como resguardo.
En "Cinema Paradiso" (1988), por caso, el cine es una metáfora de la infancia perdida, pero también un lugar donde se crea comunidad. Donde todo parece menos hostil si se puede compartir.
En "La vida es bella" (1997), la imaginación es un escudo desesperado frente al horror absoluto. Guido, el protagonista, inventa un juego para que su pequeño hijo pueda eludir el dolor del campo de concentración nazi.
Algo parecido ocurre en"El laberinto del fauno" (2006), donde el universo fantástico no esquiva la violencia del franquismo, pero si la vuelve tolerable. O en "Goodbye, Lenin!" (2003), donde una ficción sirve para proteger a una madre moribunda.
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Fantasía, delirio y escapatoria
También están las ficciones que rozan lo grotesco y lo onírico. "Brazil" (1985) y "Pescador de ilusiones" (1991) proponen universos donde la imaginación es la única vía de escape frente a sistemas opresivos y deshumanizantes, muy al estilo del que George Orwel imaginó en "1984".
Woody Allen, en "La rosa púrpura del Cairo" (1983), va un paso más allá: los personajes salen de la pantalla, como si el cine no fuera suficiente como un lugar seguro desde lo simbólico. La protagonista lo enuncia así: "Acabo de conocer a un hombre maravilloso; es de ficción, pero no se puede tener todo".
Tim Burton, con "El gran pez" (2003), convierte el relato exagerado en una forma de amor. Bayona, en "Un monstruo viene a verme" (2016), y Wolfgang Petersen, en "La historia sin fin" (1984), insisten en la idea de que contar historias no cura las heridas, pero mitiga el dolor.
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Una nueva lectura
La versión de Bill Condon se inscribe en esa tradición. No es una historia sobre una dictadura, una prisión o una relación entre dos hombres. Es una reflexión sobre por qué necesitamos contar historias cuando todo parece perdido.