Por Verónica Dobronich
Quienes brindan apoyo y acompañan a otros suelen postergar su propio cuidado. Reflexionamos sobre la importancia de integrar el autocuidado en el trabajo para sostener la salud y la integridad de quienes lideran procesos de bienestar.
Por Verónica Dobronich
Recursos Humanos, coaches, psicólogos, líderes. Personas que, en su día a día, sostienen a otros. Que dan herramientas, contienen, escuchan, regulan emociones ajenas. Hablan de límites, de equilibrio, de bienestar. Lo predican, lo enseñan. Pero… ¿lo practican?
Hay una paradoja silenciosa que recorre muchas organizaciones: quienes más hablan del autocuidado, muchas veces son quienes menos se permiten ejercitarlo. Porque están para otros. Porque sienten que no pueden aflojar. Porque pedir ayuda sería, en cierto modo, correrse del rol.
Y es ahí donde el desgaste comienza a calar hondo.
El cuerpo avisa, pero se posterga. El agotamiento mental se normaliza. El insomnio se tapa con más café. Y la emoción… se guarda. Hasta que no se puede más.
Vivimos en tiempos en los que “estar bien” se volvió una especie de mandato. Se espera que sepamos cómo regularnos, cómo organizarnos, cómo ser resilientes. Pero lo que no se dice tanto es que saber no es lo mismo que poder. Y que tener herramientas no nos salva del cansancio emocional ni del derecho básico a no estar disponibles todo el tiempo.
En mi trabajo veo con frecuencia cómo quienes lideran procesos de cuidado o transformación, postergan su propio bienestar “porque ahora hay otras prioridades”. Pero no hay mayor contradicción que enseñar a otros lo que uno no se permite vivir.
El autocuidado no es egoísmo. No es lujo. Es necesidad. Y más aún para quienes están al servicio de otros. Cuidarse no es dejar de cuidar: es sostener ese rol con integridad y salud.
Quizás haya que dejar de pensar el autocuidado como una práctica individual aislada, y empezar a integrarlo en las dinámicas de trabajo. Generar espacios donde también los que acompañan puedan ser acompañados. Donde el bienestar no sea una bandera decorativa, sino una experiencia concreta.
Y sí, existen maneras. Discretas, respetuosas, sin necesidad de grandes exhibiciones. A veces, alcanza con ofrecer un espacio de pausa, una escucha externa, un recordatorio de que no hay que sostenerlo todo en soledad.
Porque quienes sostienen, también merecen ser sostenidos.
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