Hay noches que no terminan. No importa si se hace de día: uno no despierta. Es el mundo el que se cae encima con todo su peso, y parece que no hay manera de sostenerlo. Esa fractura interna es tristeza y se convierte en grieta en el sentido mismo de vivir. Ayer, sin esperarlo, me escribieron: "Sonreí".
Era Luiyi. O eso creí. Sonreí,... como me pedía, sin pensar demasiado. ¿Cuántas veces me había pedido eso? ¿Cuántas veces lo había logrado, incluso en mis momentos más oscuros? Pero cuando volví a leer el mensaje, sentí que algo estaba raro. No era su forma de escribir. Y enseguida, llegó un audio.
Él casi nunca me mandaba audios. Siempre prefería llamarme. O compartirme uno de esos videos que solo nosotros entendíamos, con códigos nacidos hace décadas. El audio era corto. Pero no necesitó más.
- Murió mi tío. Tu amigo.
Me quebré. Fue una frase, pero sentí que se derrumbaba una parte entera de mi historia. Me quedé con el celular en la mano, como si sostuviera un fragmento de su cuerpo, como si el vidrio de la pantalla pudiera devolverme su voz. No podía creerlo. Conocía a Luiyi desde los trece años. Casi cuarenta años de amistad. No era simplemente un amigo. Era parte de mi vida.
Me conocía incluso en lo que yo no decía. Era, muchas veces, mejor que un hermano. Porque elegimos serlo. Porque nos elegimos a pesar del tiempo, las distancias, los cambios de vida, los errores. Y ahora, ya no estaba. Esa noche no dormí. Hablé con mi esposa. Se lo conté a mis hijas. Una de ellas, mirándome con ternura, me dijo:
- ¿Ese que se parecía a vos?
Me sorprendió. Me quedé pensando. Sí… se parecía a mí. O yo a él. O tal vez éramos reflejos cruzados. No sé explicarlo. Pero algo esencial en mí se reconocía en él. Y quizás por eso duele tanto: porque no solo se fue alguien que amaba, sino una parte mía que solo existía cuando estábamos juntos. Como si con su ausencia hubiera perdido también un fragmento de mi alma.
Hoy comprendo que no somos uno, sino muchos. Y en la pérdida, algunas de esas almas se quiebran, se van, o quedan a la espera.
Al otro día, busqué a mi padre. Él también lo conocía. Llamé a Claudio. Nos fuimos juntos al velorio. No quería llegar solo. No podía. Entramos. Saludé a sus familiares. Di el pésame. Todo como manda la costumbre. Pero en verdad, mi cuerpo solo quería una cosa: correr a su encuentro. Verlo.
Verlo con mis propios ojos, como si al verlo pudiera convencerme de que era cierto, o tal vez, de que no lo era.
Allí estaba. Parecía dormido. Su pelo negro azabache, como siempre lo llevaba, lo hacía parecer casi vivo. Me acerqué en silencio. Respiré hondo. No lloré en ese momento. Aún no podía. Todo era irreal. Y me vinieron imágenes. Tantas. No podría escribirlas todas, aunque lo intentara durante días.
Pero sí recuerdo esto: no tengo ni un solo recuerdo de Luiyi en el que no haya una sonrisa, un gesto de alegría, una frase ingeniosa, alguna ocurrencia que contagiaba vida. Le encantaban las ensaladas, sí, aunque exageraba con ellas. Y los asados entre amigos eran su momento de plenitud. No por la comida: por la gente, por la risa, por lo compartido.
Pero más que alegre, yo diría que era un hombre positivo. No en el sentido ingenuo de quien cree que todo va a salir bien. No. Era alguien que, aun cuando las cosas se ponían feas, sabía estar. Sabía escuchar. Sabía aligerar. No con frases hechas, sino con presencia verdadera. Me acompañó en mis peores momentos. Cuando nadie más podía comprender lo que yo estaba atravesando, él estuvo.
Y ahora que, con esfuerzo y tiempo, pude resolver todos esos problemas que me dolían… ahora que podría compartirle mis logros, mis avances, mis alivios… él ya no está. Eso me parte. Me desarma. Me deja desnudo ante la vida. Pero también me deja algo más. Algo que quiero dejar por escrito, no solo para mí, sino para quien esté leyendo esto y haya perdido a alguien importante.
Hablá. Abrazá. No postergues lo que importa. Porque no sabés cuándo vas a recibir ese mensaje que no entendés, y que, al volver a leerlo, te va a romper el corazón. Decile a tu amigo o a quien quieras que lo querés. A tu esposa que la amas. A tu madre que la admirás. A tus hijas que son tu vida. No guardes los "gracias", ni los "perdón", ni los "estoy acá".
Hoy quiero recordarte, Luiyi, no por el dolor de tu ausencia, sino por la fuerza de tu presencia. Porque si algo me enseñaste es que ser buena persona no pasa por lo que uno dice, sino por cómo uno está, día tras día, en los pequeños gestos.
Desde donde estés - y yo sé que estás en algún lugar - ayúdame a seguir creciendo. A no olvidarme de lo esencial. A ser cada día alguien más fiel a lo que compartimos. Y si hay alguien leyendo esto, te lo digo con el corazón en la mano: no dejes para mañana lo que tu alma necesita ya. Perder a alguien así te cambia para siempre. Pero también puede recordarte que estás vivo.
Y que vale la pena vivir con más verdad, con más amor, con más presencia. Y si algún día me ven sonreír sin razón, no piensen que el dolor se ha ido. Será porque en esa sonrisa llevo su recuerdo, su voz, su risa absurda que tantas veces me salvó. Porque vivir no es negar la tristeza, sino hacerle espacio y seguir el camino que él, sin saberlo, me enseñó: el de la ternura, la memoria y la valentía.
No sé si alguna vez sanaré del todo, pero sé que esa herida es también mi señal de amor. Un subrayado invisible en el alma que me recuerda quién fui, quién soy, y por qué vale la pena caminar hacia adelante. Gracias por leerme. Este no es un adiós. Es un silencio compartido. Uno que, quizás, nos haga mejores.