Por Néstor Vittori
Por Néstor Vittori
Argentina tiene miedo de reconocerse a sí misma, de recorrer su historia sin atajos ni justificaciones y afrontar el futuro como un desafío a construir. Después de haber crecido durante 50 años a una tasa de 6% anual y haberse convertido en una de las 9 economías más importantes del mundo, a partir de la crisis del ‘30 comenzó a transitar una decadencia en escalera de caracol, que nos ha colocado en una involución, cuya expresión más deprimente es el 30 % de pobreza de nuestra población actual.
Llorar sobre la leche derramada sólo sirve para reconocer nuestra decadencia y sus responsables, con culpas en distintos tiempos a partir de una interpretación de la realidad nacional y mundial reiteradamente desmentida por los acontecimientos, engendrando un temprano ejercicio de la posverdad, para no afrontar sus consecuencias.
Hace muchos años que una gran parte de la sociedad argentina viene escondiendo el conocimiento y el remedio de sus desequilibrios estructurales, producto de haber desarrollado una sistemática negación de su realidad de gastar más de lo que se produce, financiando el desajuste, con endeudamiento, venta de activos y una presión fiscal que reduce la inversión, el desarrollo y el crecimiento.
Estamos como el perro que se muerde la cola. Damos vueltas y más vueltas y no encontramos la solución. Peor aún, el hábito de la decadencia se ha instalado en nosotros, y nos ha convertido en conservadores de nuestra ruina, temiendo cualquier nueva perspectiva que se plantee, porque la historia de decadencia nos ha enseñado que los cambios han sido la mayoría de las veces para peor.
Somos como esas viejas familias decadentes, tan bien retratadas por García Márquez, que hasta tratamos de conservar las humedades de las paredes que se derrumban por el descuido y el abandono producto de la falta de recursos y el acostumbramiento a una realidad miserable. Cualquier cambio, que produce reacomodamientos relativos en sectores de la sociedad, genera reacciones negativas aún en un contexto donde los cambios señalan la inevitabilidad de las decisiones, por agotamiento de sus posibilidades de sostén.
Una realidad económica desequilibrada solamente puede resolverse por el “ajuste”, palabra ésta que genera temor y rechazo en gran parte de la sociedad, que se niega a admitir el fin de la “fiesta” de un distribucionismo sin recursos y sin financiamiento.
Ese “ajuste” inevitable, puede ser instrumentado de distintas maneras y a distintos ritmos, siendo la política y sus protagonistas los determinantes del sendero a recorrer y sus tiempos. Aquí aparece en toda su dimensión el contraste entre la ética de las convicciones y la ética de la responsabilidad.
El predominio de la economía estatal sobre el mercado ha determinado una estructura ultraconservadora y difícil de achicar en el sector público, tanto central como descentralizado, con un sistema defensivo muy sindicalizado y movilizado, que resiste cualquier medida que ponga en juego sus conquistas sociales. Al mismo tiempo ese sector, que no es generador de riqueza, sino de pobreza, demanda recursos que el sector privado no puede proporcionar vía impuestos, debiendo financiarse con emisión espuria o endeudamiento externo.
“Ajuste” y “represión” son palabras que sectores que rechazan el cambio han deconstruido como “perversas” para deslegitimar cualquier acción de gobierno que intente poner racionalidad en la relación causal, entre un servicio estatal, su dimensión estructural y las posibilidades de financiamiento.
“Ajuste” es la consecuencia de políticas “neoliberales” que pretende llevar adelante la sociedad burguesa, para colocar al estado en una dimensión de sustentabilidad económica posible, para la economía privada que lo tiene que financiar. “Represión” es la acción del estado burgués, en ejercicio de la delegación soberana del monopolio de la fuerza, para mantener el orden y la seguridad pública.
En ese contexto, cabe señalar que la elección del gradualismo en el ritmo de los cambios necesarios es materia opinable, pero nada desdeñable en función de una prudencia necesaria para no provocar dolores y conflictos que tensen más la conflictiva relación entre los afectados por las decisiones y el tránsito hacia las nuevas realidades que sin duda potencialmente Argentina habrá de ofrecer.
La ética de la responsabilidad obliga muchas veces a esquivar el camino indicado por la ética de las convicciones, no haciendo lo que se debería hacer, para tributar a lo “políticamente correcto” en el afán de no alentar tensiones.
El riesgo es dejar en el camino acciones que conduzcan a la consecución de objetivos necesarios.
Si política es la administración del poder y con ello la violencia legítima. Su ejercicio prudente no debe postergar la consecución de los objetivos reconocidos en el mandato electoral.