Uno de los ejemplos más significativos en el contexto argentino -y en particular en la provincia de Santa Fe -es el desarrollo de los Jardines Municipales impulsados por la gestión de la ciudad a partir de 2011, en el marco de un plan integral de inclusión y primera infancia. A diferencia de muchos edificios escolares estandarizados, estos jardines no fueron pensados como simples contenedores educativos, sino como verdaderas piezas de integración urbana y social.
El diseño de sus espacios se elaboró teniendo en cuenta la escala corporal del niño, la necesidad del juego libre, la relación con la naturaleza y la incorporación de materiales cálidos y luminosos. La arquitectura se transformó aquí en un instrumento de cuidado y reconocimiento. Los jardines -implantados estratégicamente en barrios vulnerables- dialogan con la trama urbana, abren patios hacia la comunidad, integran huertas, zonas de sombra natural, elementos de juego no predeterminados, y promueven la autonomía desde el recorrido espacial.
La disposición de los elementos no fuerza al niño a adaptarse a un mundo ajeno, sino que lo invita a apropiarse de él. Este tipo de proyectos desafía una concepción todavía arraigada en muchos edificios escolares de tipo "cárcel-fábrica", donde la vigilancia y el orden sustituyen al descubrimiento y la exploración. Y propone, en cambio, una arquitectura de la infancia como acto poético-político: poético, porque atiende a los sentidos, al cuerpo y a la imaginación; político, porque reconoce al niño como ciudadano.
Trascender lo edilicio
Vale la pena recordar aquí los postulados del pedagogo Francesco Tonucci, quien desde hace décadas promueve una ciudad pensada desde los ojos de sus habitantes más jóvenes: una ciudad segura no porque haya más rejas, sino porque hay más confianza; una ciudad educadora no porque adoctrine, sino porque invita a habitarla en libertad.
Pero esta reflexión trasciende lo edilicio. Pensar al niño como habitante supone también reconfigurar los ritmos de la ciudad, sus prioridades, sus silencios y sus ruidos. ¿Qué significa para un niño cruzar una avenida de cuatro carriles? ¿Qué implica esperar en una sala sin color ni estímulo? ¿Qué dice de nuestra sociedad que los espacios públicos destinados a la infancia sean a menudo los más relegados presupuestariamente, y los más regulados normativamente?
La infancia necesita espacio para desplegarse, pero también tiempo: tiempo no cronometrado, no productivo, no medido por la lógica adulta de la eficiencia. Necesita espacios intermedios, umbrales, vacíos fértiles donde no todo esté prescrito de antemano. Necesita arquitecturas que no griten, sino que susurren; que no ordenen, sino que inviten. En este sentido, pensar desde la infancia es también una invitación a cuestionar la violencia simbólica del urbanismo moderno.
La inclusión del niño como figura central en la planificación urbana no debe ser vista como una concesión generosa del adulto, sino como una forma más rica y plural de construir comunidad. Allí donde el niño puede moverse con libertad, el resto de los habitantes también encuentra respiro. Una ciudad amable con la infancia es también una ciudad más justa con sus mayores, con las personas con discapacidad, con quienes cargan con cuerpos frágiles o responsabilidades múltiples.
Hacer ciudad desde la ternura
Como reflexión final, es necesario remarcar que repensar la ciudad desde la infancia no implica infantilizar el urbanismo, sino reconectar la arquitectura con su dimensión más humana y originaria: la de dar cobijo, permitir el juego, propiciar el encuentro y proteger la vida naciente. Diseñar para niños es, en cierto modo, diseñar para el futuro; no en un sentido abstracto, sino en uno profundamente encarnado.
El filósofo Walter Benjamin decía que el niño no reproduce el mundo adulto: lo reconfigura. Cualquier objeto puede transformarse en otra cosa, cualquier esquina puede volverse un castillo. La ciudad del niño no es estática, es una coreografía en constante cambio. Por eso, una ciudad pensada desde la infancia es también una ciudad más creativa, más plástica, menos definitiva. La arquitecta Carla Rinaldi -vinculada al enfoque Reggio Emilia- sostenía que "el espacio es el tercer educador", junto con el adulto y el grupo de pares.
Esta afirmación no solo vale para el aula: en una vereda arbolada o en una plaza sin rejas, el niño aprende que el mundo lo recibe, que hay lugar para él. Desde esta mirada, la arquitectura no es solo técnica ni lenguaje estético: es acto de cuidado. El cuidado no es la contracara del poder, sino su forma más sofisticada. Una ciudad que cuida a sus niños -que les permite explorar, errar, mancharse, preguntarse, trepar- es una ciudad que se cuida a sí misma.
El desafío, entonces, no es menor: hacer de la infancia una lente a través de la cual diseñar no solo edificios, sino formas de vivir juntos. Desde el banco de plaza hasta el aula, desde el semáforo hasta la biblioteca, todo puede ser replanteado si nos preguntamos, con seriedad y ternura: ¿Y si esta ciudad fuera para jugar?
Dejanos tu comentario
Los comentarios realizados son de exclusiva responsabilidad de sus autores y las consecuencias derivadas de ellos pueden ser pasibles de las sanciones legales que correspondan. Evitar comentarios ofensivos o que no respondan al tema abordado en la información.