La arquitectura ha sido históricamente una de las expresiones más altas de la cultura. Desde los templos griegos hasta los centros culturales contemporáneos, hemos atribuido a las obras arquitectónicas un valor que va mucho más allá de su utilidad. Entre esos valores, el de la belleza se presenta como uno de los más discutidos, pero también de los más malinterpretados.
¿Qué es lo bello en arquitectura? ¿Se trata simplemente de una cualidad estética, subjetiva y mutable? ¿O debemos asumir que lo bello es, también, una forma de compromiso con el otro, una expresión de respeto hacia quien habita el espacio? ¿Puede la belleza ser injusta? ¿Es lícito construir lo feo si es funcional? ¿O acaso lo feo también agrede, humilla, resta dignidad?
La belleza, cuando se la piensa en arquitectura, no puede desligarse de su efecto en la vida humana. No estamos hablando de esculturas inertes, sino de espacios vividos, de lugares donde se ama, se sufre, se trabaja, se crece. Por eso, proponemos aquí una hipótesis tan audaz como necesaria: la belleza en arquitectura no es un lujo ni un accesorio, sino una responsabilidad ética. En un mundo donde las formas determinan las condiciones de habitabilidad, ignorar la belleza es ignorar al otro.
Construir lo feo, en ciertos contextos, es un acto de violencia simbólica. Partimos entonces de una convicción: la arquitectura bella es aquella que dignifica, no la que ostenta. Y esa dignificación no puede desligarse del bien común, de la verdad del lugar, de la inclusión social y de la justicia espacial. Este ensayo busca desarrollar esa idea desde una mirada crítica y propositiva, tomando la belleza como un problema ético, más que estético.
Ética, poder y exclusión: ¿quién decide lo bello?
La historia del arte y de la arquitectura ha estado marcada por la imposición de ciertos cánones estéticos que reflejan más bien relaciones de poder que consensos culturales. Desde la simetría clásica hasta las fachadas blancas del Movimiento Moderno, lo "bello" ha sido muchas veces definido por élites académicas, sociales y económicas. Sin embargo, ese modelo comienza a colapsar cuando entendemos que lo bello no es universal ni neutro: es político.
El pensador Jacques Rancière propone el concepto de "distribución de lo sensible" para explicar cómo ciertos grupos sociales tienen acceso a determinados paisajes, formas y colores, mientras otros son condenados a lo inhóspito, a lo gris, a lo indeterminado. En ese sentido, lo feo se convierte en una forma de segregación. Si a los ricos se les reserva la belleza, y a los pobres la utilidad, el derecho a la estética se convierte en una trinchera social.
La arquitectura de emergencia, las viviendas precarias o los edificios escolares mal diseñados son ejemplos palpables de esta asimetría. A menudo se justifica la fealdad con argumentos de costo o eficiencia, pero la verdad es que construir lo feo para los otros es una forma de decirles que no importan.
En este punto, la belleza se revela como un problema ético y no solo como una cuestión de diseño. Decidir qué es bello y qué no lo es, se transforma en un ejercicio de poder que moldea la vida cotidiana. Por eso, el arquitecto no puede ser cómplice de una estética excluyente. Tiene la obligación moral de preguntarse por el impacto simbólico y emocional de su obra.
Belleza, verdad y cuidado: una ética del proyecto
A medida que profundizamos en la relación entre belleza y ética, se vuelve evidente que la belleza no es simplemente una cuestión de apariencia externa. La verdadera belleza en arquitectura se revela en su capacidad para responder a la verdad del lugar, a la historia y a las personas que habitarán esos espacios.
En este sentido, la belleza no es una forma que se impone de manera artificial, sino que surge de una relación profunda con el entorno y con los seres humanos. El arquitecto suizo Peter Zumthor describe la belleza como "la aparición silenciosa de la verdad". Este concepto implica que la belleza no puede ser despojada de su contexto.
La forma arquitectónica no debe imponerse sobre la vida, sino surgir de ella, revelando y respetando las cualidades del lugar y sus habitantes. Así, lo bello en arquitectura no es solo una cuestión visual, sino una experiencia que se vive con todos los sentidos. Se siente en la luz que entra a través de las ventanas, en el eco de los pasos sobre el suelo, en la textura de las paredes que invitan al tacto.
La belleza es una sensibilidad al entorno, un respeto por lo que ya existe y por lo que la gente necesita. La relación entre belleza y cuidado es también fundamental. La belleza en la arquitectura no solo se refiere a la estética, sino a un acto de cuidado hacia los habitantes del espacio. Cuidar los detalles, la escala, la materialidad, no es solo una cuestión técnica o formal; es una manera de respetar y dignificar a aquellos que ocuparán el espacio.
"Cuidar es una forma de amar"
Como señaló el arquitecto Renzo Piano, "cuidar es una forma de amar". El cuidado implica una atención consciente a los detalles, pero también un compromiso ético con el bienestar de los usuarios. En este sentido, el arquitecto no sólo es un creador de formas, sino también un cuidador del entorno humano.
Un ejemplo paradigmático de cómo la belleza puede emerger de una ética del cuidado y la verdad es la obra monumental de Antoni Gaudí: la Basílica de la Sagrada Familia. Este templo, aún inconcluso, no solo representa una proeza técnica o formal; encarna una espiritualidad profundamente enraizada en la materia. En ella, la piedra habla, los espacios respiran, la luz dialoga con lo sagrado y la geometría deviene símbolo de una creación viva.
Gaudí, más que diseñar una iglesia, cultivó un cosmos arquitectónico donde cada elemento -desde las columnas que evocan árboles hasta los vitrales que filtran el tiempo- está dispuesto con una reverencia casi religiosa hacia la vida y hacia lo natural. Pero lo más impactante de la Sagrada Familia no es su monumentalidad, sino su ética del tiempo y de la paciencia. Gaudí comprendía que lo bello no se apura, no se impone ni se improvisa.
La belleza verdadera, decía, requiere una devoción que es también ética del cuidado. En ese sentido, la Sagrada Familia nos interpela como arquitectos y como ciudadanos: ¿cuánto de nuestras obras están pensadas para durar y emocionar, y cuánto para satisfacer una urgencia económica?
Esa iglesia no fue hecha para ostentar, sino para conmover. No se proyectó para los turistas del futuro, sino para una humanidad que necesitaba elevar su espíritu en medio del barro. Por eso, Gaudí no persiguió lo bello como una meta formal, sino como una consecuencia natural de la verdad. Y esa verdad era espiritual, pero también tectónica, constructiva, lumínica y profundamente humana.
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