Hay niños que desde su primer suspiro traen consigo un ansia que no se aprende ni se enseña: la necesidad de volar, de cruzar horizontes aún invisibles. En un rincón cualquiera de un país sacudido por la historia, un niño especial aguardaba también su oportunidad. No buscaba alas verdaderas; deseaba apenas una bicicleta. Pero en su corazón, aquel deseo era mucho más que un capricho: era la intuición temprana de que la vida, para ser vida plena, debía ser movimiento, impulso, riesgo y libertad.
Desde la corta edad de dos años, se sentaba durante horas frente a la puerta de su casa, observando cómo otros desafiaban la quietud sobre dos ruedas. La escena se repetía sin tregua: el roce de las llantas contra el asfalto, los cuerpos livianos que parecían rozar el aire. El niño no solo veía bicicletas. Leía en cada pedaleo un idioma secreto, la promesa de otro estado de ser, más libre, más vivo.
Para él, las bicicletas no eran objetos; eran extensiones de las almas que las montaban. Cada una tenía su impronta: las altas y desgarbadas que parecían arañar el cielo, las bajas y veloces como aves furtivas, las dobles que llevaban a dos aventureros en sincronía hacia lo desconocido. Una vez, incluso, vio pasar una bicicleta triple, como un mito rodante, y ese día pensó que el universo no tenía límite cuando la voluntad empujaba los sueños.
Cada Navidad, su carta a Papá Noel era breve y monótona, pero cargada de una espera ardiente: "Quiero una bicicleta". No pedía juguetes de moda ni golosinas exóticas. Su pedido era tan sencillo como absoluto. Sin embargo, diciembre tras diciembre, su deseo era relegado. Las carencias materiales que acechaban su hogar no eran maldad ni olvido: eran la cruda realidad de quienes, en aquellos años, debían aprender que soñar no siempre era suficiente para obtener.
No obstante, el niño no renunciaba. Su imaginación hacía el trabajo de la posesión: cerraba los ojos y, al sonido de cada campanilla lejana, se veía pedaleando por calles infinitas, empujado por el viento de la fe. Y entonces, en la Navidad de 1983, el milagro ocurrió. Era un tiempo cargado de presagios para su país. Argentina salía, tras años de dictadura, de las tinieblas hacia la democracia.
Como en una correspondencia secreta entre la Historia y su pequeña biografía, el niño recibió su bicicleta al mismo tiempo que la patria recuperaba el derecho de andar por sus propios caminos. La bicicleta era azul, brillante, con detalles plateados que atrapaban la luz. Para muchos, habría sido un objeto más entre los regalos de esa temporada. Para él, era la encarnación de todo lo que había soñado: la posibilidad de ser dueño de su destino, de cruzar los umbrales invisibles de la infancia.
Pero la conquista no sería fácil. Aprender a montar en bicicleta fue, para aquel niño especial, una odisea íntima, dolorosa y a la vez iluminadora. A pesar de conocer de memoria las formas, las velocidades, los trucos observados en otros, enfrentarse a su propia bicicleta era otra batalla. Era distinto mirar desde afuera que lanzarse al abismo de lo incierto.
Su padre, hombre recto y de manos curtidas por la vida, creía que todo aprendizaje verdadero exigía la superación del miedo. Con ternura áspera, insistía: "Hay que quitarle las rueditas. Hay que aprender a andar solo." Para él, aquellas pequeñas ruedas auxiliares eran un símbolo de dependencia que debía ser vencido. El niño, aunque deseaba volar, sentía el vértigo del vacío. Sus piernas temblaban al primer intento; su equilibrio era traicionado una y otra vez por la gravedad y el propio temor.
El primer día, el suelo fue un compañero más leal que las ruedas. Cada caída era un pequeño duelo entre la ilusión y el dolor. Sus rodillas, marcadas por la aspereza del asfalto, fueron acumulando historias de derrotas silenciosas. Las lágrimas, contenidas con vergüenza, eran más por la decepción propia que por el dolor físico.
La voz de su padre, a veces elevada por la frustración, resonaba en su mente incluso cuando el adulto ya había bajado los brazos. "No puede ser tan difícil", decía. Y el niño, atrapado entre su ansia de volar y el peso de la mirada ajena, quedaba inmóvil, petrificado en una espera angustiosa. Pasaron los días. Luego, las semanas. Más tarde, los meses.
La bicicleta, majestuosa en su esquina, parecía mirarlo cada tarde con un reproche silencioso. La culpa de no estar a su altura se acumulaba, como polvo en las ruedas quietas. Pedaleaba aún, sí, pero siempre protegido por las rueditas, sintiendo que su vuelo era incompleto, truncado. Pero en el corazón del niño, una llama seguía encendida. Una terquedad sagrada lo sostenía. Sabía, en algún lugar profundo de sí, que el verdadero vuelo no podía ser regalado, debía ser conquistado.
Y fue entonces que la vida, como siempre hace con quienes persisten, le ofreció una nueva oportunidad. Era un día de tormenta en Pilar, un pueblo donde las calles de tierra se transformaban en ríos de barro cuando la lluvia insistía. La atmósfera era de un gris denso, cargado de promesas no formuladas. Allí, en casa de unos primos, lejos de la mirada severa del padre y en la complicidad salvaje de otros niños, decidió enfrentar su miedo.
No hubo grandes discursos ni ceremonias. Apenas un impulso: montarse a la bicicleta, sentir el lodo bajo las ruedas, el agua salpicando las piernas, el viento golpeando el rostro. Sin rueditas. Sin red. Los primeros metros fueron caóticos, titubeantes. Pero, de algún modo misterioso, el equilibrio brotó. El niño, incrédulo al principio, entendió que no era el cuerpo el que debía controlar a la bicicleta, sino que debía entregarse a ella, confiar.
Y entonces, la magia se produjo. El tiempo pareció detenerse. El barro, la lluvia, el griterío de los primos: todo desapareció. Solo existían el movimiento, el latido acelerado del corazón, la sensación de volar. La bicicleta dejó de ser un artefacto terrestre. En su mente, se transformó en Pegaso, el mítico caballo alado que los dioses habían destinado para cruzar los cielos.
Ya no era un niño aprendiendo a pedalear: era un viajero de los mundos invisibles, un conquistador de sueños imposibles. Ese día, bajo la lluvia, entendió de manera definitiva que quien desea volar debe primero abrazar la posibilidad de caer. Que las heridas en las rodillas son medallas. Que el miedo, aunque feroz, puede ser domesticado.
Como alguna vez escribió Friedrich Nietzsche: "Uno debe tener caos en uno mismo para dar a luz a una estrella danzante". Y en ese caos de frustraciones, gritos ahogados, miradas juzgadoras y sueños nunca rendidos, aquel niño dio a luz a su primera estrella danzante: el coraje de creer en sí mismo.
La bicicleta, mojada, embarrada, vibrante, se volvió ese día el primer gran tótem de su vida. No era un objeto conquistado. Era un recordatorio vivo de que la libertad exige precio: el precio del dolor, del esfuerzo, del temor vencido. A partir de entonces, cada vez que subía a su Pegaso particular, no pedaleaba simplemente. Volaba. Porque había comprendido la lección secreta: el vuelo no depende de las alas. Depende de la fe en el propio impulso.
Aquella tarde en Pilar no fue una tarde más. Fue un rito de paso, un bautismo de barro y lluvia que marcó la piel, pero sobre todo el alma. Desde entonces, cada desafío, cada caída, cada sueño por alcanzar llevaría la marca indeleble de ese primer vuelo. Porque quien aprende a montar su Pegaso interior, nunca más vuelve a caminar con miedo.
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