Hay una ciudad que no aparece en los planos. No tiene autor. No figura en las memorias descriptivas ni en las ordenanzas. No fue firmada por nadie. Y sin embargo, existe. Se extiende, late, se transforma. Es una ciudad paralela, tejida en los márgenes, en lo residual, en el pliegue que deja la ciudad oficial cuando no alcanza.
Esta ciudad sin firma se construye con acciones pequeñas, casi imperceptibles: un árbol plantado por un vecino donde faltaba sombra. Un baldío convertido en canchita con neumáticos usados. Una vereda donde las sillas se alinean cada tarde como un ritual tácito de comunidad. Nadie los diseñó. Pero todos los reconocen.
¿Quién los proyectó? ¿Dónde está el arquitecto de lo que no se dibujó? La pregunta que guía este ensayo es simple, pero inquietante: ¿Quién diseña lo que nadie diseñó? Porque no toda arquitectura pasa por el croquis. No todo espacio necesita un render para ser real. Hay formas de habitar que no buscan permiso. Hay lugares que se fundan en el uso, no en el código. Y hay apropiaciones populares que, sin ser legales, son legítimas.
Este texto se propone pensar justamente eso: los espacios anónimos, pero profundamente humanos. Los intersticios urbanos donde florece una arquitectura sin dueño. No se trata de romantizar la carencia ni de idealizar lo precario. Sino de afinar la mirada. De entender que donde el urbanismo formal se detiene, el habitar continúa. Y que, tal vez, en esos gestos humildes - plantar, colgar, sentarse, repetir - haya una pedagogía del espacio más profunda que mil tratados.
Este ensayo se organiza en tres núcleos. El primero, "El diseño sin plano", indaga cómo lo informal puede ser un acto fundacional. El segundo, "Memoria del uso", explora cómo el cuerpo, al repetirse, produce lugar. Y el tercero, "Lo común sin permiso", reflexiona sobre el derecho a apropiarse de aquello que el sistema olvidó. Al final, se propone un manifiesto, no como cierre, sino como apertura: una invitación a repensar el rol del arquitecto no como autor, sino como lector de lo que ya ocurre. Porque quizás el desafío contemporáneo no sea proyectar más, sino aprender a leer lo que ya está siendo vivido.
El diseño sin plano
Lo informal como acto fundacional. La arquitectura más esencial no siempre pasa por un estudio ni nace en el trazo de una línea recta. A veces, emerge como un acto de urgencia poética: cuando un vecino, ante la ausencia de una plaza, planta un árbol. O cuando, sin manual ni presupuesto, una comunidad improvisa un rincón de infancia sobre el olvido. Lo he visto: una esquina sin nombre en barrio Yapeyú donde un grupo de madres transformó un terreno baldío - uno más entre tantos - en zona de juegos con neumáticos pintados, sogas atadas a un quebracho, y una mesita hecha de restos de obra.
Allí no hubo diseño, pero sí decisión. No hubo proyecto, pero sí proyección afectiva. Otro ejemplo: una vereda de barrio Centenario donde las sillas plásticas se alinean cada tarde como una tribuna silenciosa frente al paso del tiempo. Nadie las organizó. Nadie las coordinó. Pero todas miran hacia el mismo punto: el ritual compartido del descanso. Las sillas, los cuerpos, la repetición diaria: un dispositivo arquitectónico nacido del gesto más elemental.
Ningún arquitecto firmó ese espacio, pero ahí se diseña, a diario, una pequeña coreografía urbana de pertenencia. Estas acciones mínimas son actos fundacionales, aunque no estén inscritos en el catastro ni se hayan redactado en memorias descriptivas. El plano existe, pero es invisible: lo dibuja el hábito. Su proyecto es la necesidad, y su lenguaje, el gesto. Lo informal no es ausencia de forma.
Es otra forma. Una que no busca legitimidad en el poder, sino en el cuerpo y el uso. Lo informal no es lo residual del sistema, sino el sistema del resto: donde no hay nada, emerge todo. Cuando se diseña sin plano, se recupera una intuición originaria: que el espacio nace del deseo. Y que en cada gesto espontáneo -un banquito en la sombra, una cuerda para secar la ropa, una planta que se riega entre todos- late una semilla de arquitectura.
Memoria del uso
Cuando el cuerpo traza ciudad. Un muro sin revoque en Barrio Chalet lleva años conteniendo historias: alguien pintó un mural, otro colgó una hamaca. Los chicos lo usan de portería. A veces, de refugio. Ese muro nunca fue diseñado para ser nada de eso. Pero el tiempo -y el cuerpo- lo convirtieron en lugar. No lo diseñó un arquitecto, pero lo dibujaron las manos. No lo calculó un ingeniero, pero lo sostuvo el juego.
En los pasillos del oeste santafesino, las vecinas colocan banquitos afuera de sus casas. Lo hacen siempre a la misma hora, como si el reloj interno del barrio marcara la cita. A veces conversan, otras simplemente miran. Y entonces, ese pasaje que durante el día es mero tránsito, se transforma por la tarde en una plaza larga y estrecha, donde el espacio se desacelera. Es el habitar como resistencia a la fugacidad.
La ciudad se construye también con lo que no se mueve. Con lo que regresa. Con lo que repite su forma aunque no tenga nombre. El espacio se vuelve lugar cuando alguien decide quedarse. El cuerpo es el primer trazador. Donde hay una sombra y alguien se sienta, hay arquitectura. Donde hay un recorrido repetido, nace una calle. Donde hay un saludo cotidiano, se inaugura una comunidad.
La ciudad no la hacen solo los edificios: la hacen los gestos. Y esos gestos se imprimen, se sedimentan, se transforman en memoria espacial. Así como el viento esculpe la piedra, el uso esculpe el espacio. Y esa escultura, invisible para el plano pero presente en el andar, constituye una topografía emocional del habitar. No hay que inventarla: hay que leerla.
Lo común sin permiso
El derecho a apropiarse del olvido. Hay una palabra ausente -vergonzosamente ausente- en las discusiones sobre urbanismo y diseño: dignidad. Sin embargo, muchas de las acciones que fundan estos espacios "sin dueño" nacen de ese impulso primero: la dignidad de habitar. El derecho al espacio es, en última instancia, el derecho a la existencia con sentido. ¿Qué pasa cuando el hábitat formal no alcanza? Lo común aparece. No como una amenaza, sino como un clamor.
En la zona del ex Ferrocarril Belgrano, los vestigios de una ciudad que fue han sido apropiados por una ciudad que todavía resiste. Donde antes pasaban trenes, ahora hay canchitas de fútbol hechas con postes de luz y arcos de ramas. Donde había estaciones, hay talleres barriales. Donde la lógica del mercado ve tierra ociosa, la comunidad ve posibilidad.
Estos espacios son zonas grises. Ni formales ni ilegales. Ni públicas ni privadas. Son otras. Son interrupciones del orden planificado. Y, a la vez, son restituciones: lo que estaba olvidado vuelve a tener dueño, aunque no lo reclame un título de propiedad. La gente no invade: recupera. No irrumpe: compone. El baldío tomado no es un delito. Es una demanda convertida en acto. Es la forma más elemental de justicia espacial.
Lo informal es muchas veces la forma más radical del derecho. Y el gesto popular -sin firma, sin amparo legal, pero con sentido colectivo- es, acaso, la expresión más pura de diseño participativo.
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