Por Graciela Ribles


Por Graciela Ribles
Entrar al convento de San Francisco ubicado en el sur de la ciudad es volver al pasado. El tiempo pasa a un ritmo constante. Pero en este lugar, se ha detenido, abriendo una puerta a la Santa Fe Colonial, tierra del Brigadier, emblema del federalismo. Tenía cinco años cuando por primera vez vine con mi padre. Después regresé muchas veces atraída por la magia del lugar. Hoy lo visito con Santiago mi nieto, que intimidado por las figuras de cera, aprieta mi mano. Le explico que no son personas reales, son los congresistas de 1853 que declararon la constitución.
Al salir del museo visitamos la Iglesia, verdadero modelo de la construcción en la época de los colonizadores, la riqueza arquitectónica y cultural del lugar es abrumadora. Por una puerta lateral, salimos al patio interno, está rodeado por corredores y celdas, las columnas de madera que sostienen el techo de tejas se ven resecas, la variedad de plantas y árboles aportan calidez al lugar.
Es el mes de abril del año 1825 los frailes caminan al comedor, hace varios días que llueve. El Paraná, salido de la madre, cubre casi toda la planta urbana de Santa Fe, trayendo de las islas anegadas, tupidas masas flotantes de vegetación y tierra, el camalotaje se acumula en la orilla de la barranca que rodea el ala sur del edificio.
Al caer la tarde, los frailes regresan al convento, han estado ayudando con la evacuación de algunos lugareños afectados por la inundación.
- "Los pobres son los que más sufren", dice el padre Juan.
Después de cenar, cada uno va a su celda para hacer las oraciones. Es medianoche, un ruido despierta al padre Juan Curami. Enciende la vela y sigue el sonido, viene de la sacristía. Al ingresar ve el piso mojado al igual que los muebles cercanos, la ventana que da al huerto está abierta. El gruñido alerta al fraile. Al darse vuelta ve a un yaguareté que ingresó por la ventana. Intenta huir pero el animal acuciado por el hambre es más rápido.
Apenas clarea cuando el hermano Miguel Magallanes toma el libro litúrgico de la mesa de luz, le toca ministrar la misa de la seis de la mañana. Mientras camina por la galería hacia el templo, le llama la atención que la puerta de la sacristía esté abierta. Al observar mejor, ve al Hermano Fray Curami caído en el piso y corre a auxiliarlo. Al entrar, descubre horrorizado a la fiera, comiendo junto al cadáver del infortunado religioso. Profiere un grito, se echa atrás, pero ya es demasiado tarde. El animal lo toma de la cabeza, y aunque el clérigo es un hombre robusto y logra rechazarlo por dos veces, al tercer asalto cae de espaldas con la cara deshecha.

El joven aspirante a Hermano José Pedrazo, que ese día vestiría el Santo Hábito, se acerca a la sacristía, en busca del Cubre Cáliz, ignorando el peligro, el felino se lanza sobre él y le hunde los colmillos en la cintura, ocasionándole la muerte a las pocas horas. La noticia de la tragedia corre como un rayo, llenando de horror a la ciudad. Bien presto el alcalde don Urbano de Iriondo llega con gente armada. La imagen es trágica, sobre el pavimento de la galería, en un charco de sangre, la cabeza destrozada del Hermano Sacristán, su cuerpo, en cambio, está en la sacristía, a donde fue arrastrado por la fiera. El animal ha regresado a la huerta escapando por la ventana rota, hacia allí van luego de clausurarla. Lo persiguen hombres de a pie y a caballo, con perros isleros.
Un grupo de curiosos observan trepados al techo. El alcalde Iriondo lo hace desde un montículo de tierra próximo a la puerta que comunica con el claustro. De pronto, alguien grita: "¡Aquí está! ¡Allá va!". Al oír el grito, todos creen que el animal ha aparecido en la huerta. Iriondo, sin arma, corre a ponerse a salvo dentro del convento por donde justamente viene el felino en sentido contrario.
Al abrir la puerta, se encuentran frente a frente. La fiera sorprendida, no menos que Iriondo, lanza un rugido y se sienta, dando tiempo a éste para cerrar y huir campo afuera. Tan rápido y confuso fue todo que don Juan Galván, ignorante de lo acaecido a Iriondo, llega corriendo buscando también el amparo del claustro. Pero en cuanto abre la puerta, el yaguareté salta sobre él, destrozándole el hombro derecho.

Quiso el destino que el animal quede enredado en el poncho del hombre. Un indiecito, armado de carabina, aprovecha para abrir fuego, pero no da en el blanco. La fiera, sintiéndose acorralada, vuelve al interior del edificio buscando refugio en una pequeña habitación. Decididos a terminar con la vida del animal, remueven un sector de techo y desde esa posición don Bernardino Rodríguez, de un certero disparo, acaba con el sanguinario huésped.
- "Abuela, abuela", dice Santiago.
Recordar la historia es revivir aquel día trágico. El reloj atemporal de este lugar, desafía toda lógica. El dedo de mi nieto recorre la marca de los arañazos sobre la mesa, las garras del yaguareté dejaron una huella de furia, sangre y muerte.
La sombra de un animal atraviesa la sala, imposible descifrar de dónde salió. Con la misma fugacidad, la pequeña ventana de madera que mira al lago del Parque Sur, dejando entrar un poco de aire fresco.
- Vamos Santiago, el abuelo nos espera afuera, el helado… ¿Lo querés de chocolate?
Al salir, siento una sensación intensa, los ojos húmedos y una tierna calidez en el pecho. El convento ha hecho su magia una vez más.
(*) Historia basada en la tradicional narración de los hechos.
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