
A pesar de su victoria, Javier Milei enfrenta el reto de mantener la confianza pública, mientras su comportamiento sigue bajo el escrutinio de sus seguidores.

El presidente Javier Milei ganó las elecciones del domingo gracias al apoyo del cuarenta por ciento de los votantes efectivos y el respaldo del presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Debate para los historiadores y curiosos de toda laya determinar si el voto popular fue más importante que la bendición de la Casa Blanca.
Por lo pronto, nos alcanza con saber que ambas adhesiones fueron indispensables para asegurar la victoria del 26 de octubre. Ratifico la victoria de Milei y no de La Libertad Avanza porque la personalidad del presidente, sus bríos, sus desbordes y sus inspiraciones fueron decisivas para conquistar el voto.
Se votó a Milei sin prestar demasiada atención al nombre de la sigla (en este caso LLA) y el pedigree de los candidatos nominales de las listas, con la única excepción tal vez de Patricia Bullrich.

En los otros casos, los nombres de los candidatos eran canjeables y hasta me atrevería a decir que si el candidato en provincia de Buenos Aires hubiera sido José Luis Espert, el resultado no habría cambiado demasiado porque los votantes, insisto, fueron a votar a Milei y a través de él impedir el retorno del peronismo en cualquiera de sus variantes.
Como un signo de los tiempos que corren, "Braden le ganó a Perón" y a una mayoría del electorado le importó tres pitos el caso kriptogate, los audios de Diego Spagnuolo, las comisiones de la dulce Karina y los aviones de Leonardo Scatturice.
Milei será loco, pero admitamos que sabe ganar elecciones. Y en los últimnos tiempos nos ha demostrado que conoce todas las tretas, maniobras, astucias y arrumacos de la política.
Se ha dicho que Milei ganó, pero no recibió un cheque en blanco. Se lo ha dicho y es verdad. El pueblo argentino no otorga cheques en blanco. Es más, el presidente haría bien en advertir que si él es algo inestable emocionalmente, este pueblo argentino también lo es, y en algún punto lo supera.
Sin ir más lejos, en los últimos meses votó al oficialismo en las elecciones nacionalizadas de CABA, después votó al peronismo en provincia de Buenos Aires y cincuenta días más tarde volvió a votar al mejor presidente del mundo. Cuidado Milei. Nada más engañoso, resbaladizo y taimado que el abrazo popular.

A los primeros tropezones, los mismos que te adulan, te festejan e idolatran, se borran del escenario, cuando no, se suman a las jaurías que piden tu cabeza. Exagero con las imágenes, pero no demasiado. Todo presidente que ha vivido la experiencia del poder a estas lecciones las sabe de memoria.
Ganar elecciones en democracia legitima el poder, mejora el humor de los facilitadores de votos, pero la fiesta de la victoria dura una semana, dos a lo sumo, después regresan las rutinas cotidianas con sus necesidades, sus exigencias y sus malestares. Cualquier duda, hablar con Mauricio Macri y recordarle cómo le fue en 2017.
La noche de la victoria Milei se comportó como un señorito inglés: moderado, generoso, preciso, firme en sus conceptos. Todos quedaron encantados, pero no fueron pocos los que se preguntaron cuánto tiempo durará ese personaje o en qué momento retornará el hombre que conversa con los perros y se excita con sus obsesiones anales.

El espectáculo recién se inicia. Como diría la temible y deliciosa Bette Davis: “A ponerse los cinturones de seguridad”. El avión lo pilotea Tío Sam y los entendidos aseguran que en tiempos de globalización y crisis de los estados nacionales, es la mejor garantía. Yo me voy a permitir no ser tan optimista.
El equilibrio emocional que exhibe Trump no es muy diferente al de MIlei. Y si me buscan la boca, agregaría a Cristina, la señora que después de saber que habían perdido por goleada salió a bailar al balcón como una lánguida y sensual Ginger Rogers.
Si otro consejo me fuera permitido darle al mejor presidente del mundo, es que no se tome el trabajo de extenderle certificado de defunción al peronismo, porque como alguna vez parece que dijo don Juan Tenorio: “Los muertos que vos matáis gozan de buena salud”.
El peronismo el domingo pasado perdió sin atenuantes y la derrota fue más dolorosa porque después de la victoria en la provincia de Buenos Aires en septiembre, los compañeros ya se estaban probando el traje. La realidad los golpeó en los dientes, pero nadie merece ser declarado políticamente finado cuando suma más del treinta por ciento de los votos y se controlan resortes corporativos del poder.
Como el personaje de Transilvania, el peronismo resucita de sus cenizas. Cambia sus atuendos, cambia su sonrisa, cambia su morada, pero el filo de los colmillos es siempre el mismo. Y a esos colmillos lo que más les fascina es el cuello alabastrino de la señora república.

Admitamos de todos modos que los muchachos no están pasando por su mejor momento. Desde los tiempos de Néstor Kirchner no se les cae una idea fecunda. Llegaron a estas elecciones con su líder y conductora presa y prometiendo juicio político, destitución o alguna dulzura parecida.
Si descartamos a Cristina sólo dispone de tres dirigentes con cierta proyección nacional: Axel Kicillof, que no logra superar su complejo de Edipo; Gerardo Zamora, que gana en el mejor estilo peronista en Santiago del Estero pero se dice radical y, por último, Gildo Insfran, el paradigma del peronismo bizarro, nacional y popular.
Con estas tres cartas el peronismo se sienta a esperar la próxima partida de truco. No quiero ser lechuzón, pero con esos naipes para esta mano no le alcanza para el envido y para el rabón no tiene ni para empezar.
No faltan los analistas que aseguran que el gran ganador del domingo fue el antiperonismo, el persistente, empecinado y leal antiperonismo que desde 1945 se mantiene jovial y vigoroso y transmite su optimismo y sus ganas de vivir de generación en generación.
Una vez más se ha verificado que cuando el antiperonismo en sus versiones de derecha, centro e izquierda se une y se escuchan los tonos de las trompetas de alarma y los añafiles de plata, el antiperonismo es mayoría o por lo menos le alcanza y hasta le sobra para ganarle al peronismo.

En estos recientes comicios el antiperonismo, el no peronismo o sencillamente, los gorilas, coparon el centro de la cancha. Para esta versión deliberadamente simplificada de la realidad había que elegir entre Mieli y Cristina. Los dos inspiraban algo de recelo, algo de miedo, pero a la hora de poner el voto en la urna se impuso Milei.
Javier podía generar dudas, pero Cristina era una película de terror. No pretendo hablar en nombre de todos los que votaron por MIlei, pero si me atrevo a sugerir que el rechazo al peronismo no proviene sólo del egoísmo, la avaricia o la infamia. No es el rechazo a portadores de una causa solidaria, justa y fraternal.
Para el sentido común de una mayoría de los votantes, kirchnerismo, rama hasta hoy hegemónica del peronismo, se asocia a corrupción, privilegio, acumulación de fortunas, demagogia, manipulación de sentimientos nobles y miseria moral.
En esta película los K no son los héroes, son los villanos; no son los mártires, son los verdugos; no son los justos, son los injustos; no son los solidarios, son los miserables.