Desde hace tiempo, de manera preponderante, el hombre se mira a sí mismo. Al tener poco interés por su prójimo, ha dejado de lado una vida que importaba un nosotros. Esa experiencia que describió el poeta Roberto Juarroz: "El esfuerzo de ser uno/ encuentra su descanso/ en el esfuerzo de ser dos./ Y sólo entonces/ dos es más que uno./ O quizá/ más que ninguno".
Todo parece fluir por el cauce de una atención miope, que solo ve de cerca lo propio. Incluso, desde hace ya varias décadas, ello está avalado por un discurso de autoayuda. Una narrativa cubierta con una capa de barniz de seudo psicología y filosofía, que promete al hombre liberarlo de problemas para alcanzar la felicidad, cuando -en realidad- solo le inocula egoísmo.
A su vez, las comunicaciones y relaciones personales, al realizarse en la modalidad virtual, profundizan este narcisismo. En las redes sociales hay una exhibición constante bajo el impropio y seductor nombre de "compartir". Solo se busca, en realidad, mostrarse y hablar de la vida propia en cualquier momento del día y sin contexto alguno.
De la misma manera que las imágenes arriban rápido y a cada rato en las pantallas de sus "seguidores", quedan en el olvido con ligereza. Es que es un contacto vertiginoso y superficial que no puede echar raíces, porque al destinatario -en definitiva- le comparten algo en lo que él no es partícipe, como requiere el cabal significado de "compartir".
No hay autenticidad en todo esto. Las personas proyectan su imagen deseada, a base de filtros que cincelan el rostro real y sustentadas en palabras que caen en un lugar común, junto a un entorno y contexto que también pretende transmitir algo que no sucede en ese instante. Pocas veces hay correspondencia entre la realidad con las imágenes y las expresiones que se publican.
En este orden de cosas, una selfi resulta representativa de lo que está en juego. Un autorretrato reiterado una y otra vez, para seguir viéndose solo a sí mismo, incluso, cuando participan otros a su alrededor la centralidad no la pierde. El cambio de dirección por la imagen que se quiere captar, delata y pone en evidencia todo, la cámara deja la línea de fuga para, ahora, invertirse hacia su portador.
La inteligencia artificial podría agudizar la situación. Es un instrumento que, como tal, su valía dependerá de la manera y el para qué se lo utilice. Pero a esta altura de las circunstancias, con el vertiginoso avance tecnológico, hay que ser conscientes que la falta constante de presencialidad del hombre, en su trabajo, en los vínculos familiares y personales, al reemplazar el encuentro corporal por el virtual, trae aparejada la pérdida del "sentido de lo humano". El cual, sin lugar a dudas, nunca podrá imitarse ni ser reemplazado.
Pero qué es ese "sentido de lo humano" que se está perdiendo. Una aproximación que ayuda a captarlo y percibir su valor, podría ser, como lo hizo la escritora brasileña Clarice Lispector, imaginando su ausencia. Así, ella se preguntó: "¿cómo serían las cosas y las personas antes de que les hubiésemos dado el sentido de nuestra esperanza y visión humanas?". Enseguida, no dudó y pensó: "debía de ser terrible".
Imagínense, nos dijo Lispector, "llovía, las cosas se empapaban solas y se secaban, y después ardían al sol y se tostaban en polvo". Le resultaba, con solo pensarlo, aterrador, "sin dar al mundo nuestro sentido humano, cómo me asusto". Disociado del hombre, un entorno así, la espantó. No evitó exteriorizar el sentimiento que le generó, Clarice expresó: "tengo miedo de la lluvia cuando la separo de la ciudad y de los paraguas abiertos, y de los campos embebiéndose de agua" (crónica, Jornal do Brasil, junio de 1969).
El sentido de lo humano lo brinda, obviamente, el hombre, pero no solo consigo mismo, no basta su única presencia, sino -esencialmente- en la relación con el prójimo. La vida enseña, por simple y clara evidencia, que lo valioso está en la trascendencia, en ese salirse uno de sí mismo. Tal como lo enseñó el filósofo argentino Francisco Romero, el ser de la persona es trascender, la persona es pura trascendencia. En este caso, hacia el prójimo. No se trata de otra cosa, en definitiva, que de la "incurable otredad que padece lo uno", en palabras de Antonio Machado, que nos constituye y humaniza.
En unos versos del poema "Piedra de sol" (año 1957), Octavio Paz supo transmitir cuál es el lugar del otro en la existencia del hombre: "-¿la vida, cuándo fue de veras nuestra?,/ ¿cuándo somos de veras lo que somos?,/ bien mirado no somos, nunca somos/ a solas sino vértigo y vacío,/ muecas en el espejo, horror y vómito,/ nunca la vida es nuestra, es de los otros,/ la vida no es de nadie, todos somos/ la vida -pan de sol para los otros,/ los otros todos que nosotros somos-,/ soy otro cuando soy, los actos míos/ son más míos si son también de todos,/ para que pueda ser he de ser otro,/ salir de mí, buscarme entre los otros,/ los otros que no son si yo no existo,/ los otros que me dan plena existencia,/ no soy, no hay yo, siempre somos nosotros,/ la vida es otra, siempre allá, más lejos,/ fuera de ti, de mí, siempre horizonte,/ vida que nos desvive y enajena,/ que nos inventa un rostro y lo desgasta,/ hambre de ser, oh muerte, pan de todos".
Si bien el sentido de lo humano abarca a todos los hombres, no se trata de algo genérico. Es un sentido que lo brinda cada persona, con su presencia siempre única e insustituible. La misma Lispector, en otra de sus crónicas y vinculado a esto, contó la manera en que fue gradualmente arribando a lo que consideró su "puerto de llegada" en esta vida. Ella reconoció que entendía a los que buscaban un camino en la vida, porque también lo buscó arduamente. Transcurrido un tiempo, no se animó ya a hablar más de camino. Pasó, en cambio, a buscar "con ansia y aspereza mi mejor modo de ser, mi atajo". En fin, Clarice contó que se aferró "ferozmente a la búsqueda de un modo de andar, de un paso seguro".
En ese proceso personal, aclaró la escritora, quizás como enseñanza a transmitir, que ese "atajo con sombras refrescantes y reflejo de luz entre los árboles, el atajo donde yo sea finalmente yo, no lo encontré". Pero aprendió y lo confesó sin vueltas: "algo sé: mi camino no soy yo, es otro, es los otros. Cuando pueda sentir plenamente al otro estaré salvada y pensaré: he aquí mi puerto de llegada" (crónica, Jornal do Brasil, julio de 1968).
Se trata de la presencia humana, ya sea con sus gestos de delicadeza oportunos, o la suave sonrisa que da ánimo, o quizás la compañía silenciosa y firme que brinda donde apoyarse, o la mirada que sabe abrazar. Esta infinidad de actos que dan sentido a la vida porque trascienden a la persona para ir hacia el prójimo, se están perdiendo. Merecen, entonces, una especial atención a riesgo de deshumanizarnos.
(*) El nombre del ciclo corresponde a un verso del poeta Roberto Juarroz: "Un poema salva un día".
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