La embestida del gobierno nacional contra Carlos Fayt para procurarse espacio en la Corte Suprema, con miras a prevenir los efectos indeseados del “día después” del 10 de diciembre, sumó en las últimas horas una herramienta tan recurrente como degradante: el escrache promovido por Hebe de Bonafini y las Madres de Plaza de Mayo.
El kirchnerismo viene tratando de presionar al ministro decano de la Corte para forzar su alejamiento -y así generar una nueva vacante que obligue a recomponer el Tribunal, y a la vez permita negociar con alguna otra fuerza política el apoyo y el reparto- a través de una sostenida estrategia de desgaste, que busca ampararse en razones con algún grado de plausibilidad, o al menos apariencia de ella. Así, la edad de Fayt, factor biológico no determinante pero sí atendible en orden a la capacidad física e intelectual de los seres humanos, se convierte en motivo para poner en duda la plenitud de facultades mentales del jurista y para amagar con poner en marcha la maquinaria del proceso de destitución; seguramente inviable y difícilmente fundado, pero con entidad suficiente para agraviar a un prohombre del derecho, con una trayectoria tan significativa como irreprochable. A falta de impugnaciones de orden ético o moral, el oficialismo se las rebusca de esta manera para sustentar sus embates, y encubrir lo agraviante e injusto de la burda maniobra política echando manos a argumentos de idoneidad. Mucho más allá de esa hipocresía básica que requiere cierto cuidado formal de las apariencias institucionales, Bonafini asume sin remilgos el liderazgo “ideológico” del intento de asalto al Tribunal y lo hace con el formato de patoterismo. No es la primera vez que la controvertida referente de las Madres de Plaza de Mayo -institución cuya imagen e importancia se impuso al vituperio del militarismo, para quedar salpicada luego por la intemperancia y las dudosas maniobras resultantes de su asociación con el poder kirchnerista- opera de esta forma. Los escraches a periodistas, dirigentes y magistrados no alineados, sometiéndolos a “juicios populares” o incluyéndolos en una suerte de reeditadas listas negras sin mayores elementos o motivos que su postura crítica ante los actuales usufructuarios del poder, se reiteraron en los últimos años y fueron explotados y alentados desde la Casa Rosada. La propia Corte y los tribunales padecieron este tipo de pronunciamientos, e incluso amenazas de copamiento proferidas a viva voz por la dirigente, al fragor de la compulsa por la ley de Medios. En esta oportunidad, la nómina de víctimas incluía básicamente a jueces y fiscales que intervienen en denuncias contra Cristina Fernández y su entorno; causas contra las que busca protegerse la presidente colocando una barricada en la Corte. Con la misma liviandad con que acusa de colaboracionista con la dictadura a cualquiera que no comulgue con los intereses del gobierno, Bonafini descerrajó términos ofensivos y agraviantes, a contrapelo de investiduras, trayectorias y méritos intelectuales. El juego del poder desemboca a menudo en manejos cuestionables. Pero cuando se defienden intereses espurios malversando valores y símbolos universales, y se miente descaradamente en menoscabo de personas que -más allá de su circunstancial condición de blanco estratégico- no merecen otra cosa que el homenaje, hay una clara indicación de que se ha transgredido un límite acaso definitivo.
Con la misma liviandad con que fabrica condenas “populares” y listas negras, Bonafini descerraja agravios que no reparan en investiduras ni trayectorias.