La ironía no siempre es un recurso literario; a veces es la textura misma de la realidad. Gané un concurso que merecía, pero lo perdí. En realidad, no lo perdí: me lo mancharon. Lo curioso -y ahí está la primera ironía- es que, a pesar de todo, gané. Gané por mérito, por trabajo, por horas de estudio y años de experiencia… y aun así, el final fue una especie de teatro del absurdo donde la justicia llegó tarde, con cara de "bueno, ya está, felicitaciones". Como si uno pudiera celebrar con la ropa todavía sucia de barro.
La vida está llena de esas pequeñas emboscadas que llamamos ironías. Algunas son tan sutiles que ni las notamos; otras son tan descaradas que se te quedan pegadas como un chicle en la zapatilla. Y entre unas y otras, vamos acumulando anécdotas que, si las contáramos todas juntas, sonarían a un monólogo de humor negro. Un cartel de "No Estacionar" en medio de un estacionamiento vacío. Una sonrisa amplia en un velorio, porque no sabés qué otra cara poner. Pagar más por un café "chico" que por uno "grande", porque lo llaman "gourmet". Presumir de ser humilde, con esa humildad que necesita reflectores. Una puerta de "emergencia" con candado y una cadena digna de película de acción.
Recibir un mail urgente… tres años tarde. Llorar de alegría y reír de desesperación, sin saber en cuál de los dos momentos estabas más cuerdo. Un médico con sobrepeso que aconseja "vida saludable". El que habla de libertad, pero no te deja hablar. El que predica tolerancia, pero no soporta que lo contradigan. Un político que promete "cambiarlo todo" y deja todo igual… o peor. Pagar por un curso de creatividad que enseña a copiar mejor. Un gimnasio abierto las 24 horas… pero siempre vacío. Un cartel de "¡Cuidado: piso resbaladizo!" sobre cemento seco. La canción que más te gusta y que, de pronto, te recuerda a quien menos querés recordar. Aplaudir un discurso que no se entendió, solo porque todos los demás aplauden.
Un hotel "pet friendly" que no deja entrar con perro. La fila rápida que avanza más lento que las otras. La boda que termina en divorcio antes de pagar la fiesta. Una máquina expendedora fuera de servicio… justo cuando tenés hambre. Un libro prohibido que se agota en librerías. Un mensaje de "te extraño" de alguien que nunca te buscó. Una promesa rota "por tu propio bien". El consejo que llega cuando ya no lo necesitás. La foto perfecta… borrosa. Una receta "de la abuela" en un envase plástico. El silencio incómodo en medio de una canción feliz.
Y si seguimos, las ironías se vuelven más absurdas: como que te den un premio al "arquitecto innovador" en un edificio que ni siquiera cumple con las normas básicas de accesibilidad; o recibir un reconocimiento por "transparencia institucional" en un acto donde todos saben que hubo acomodo; la declaración de amor del que, en realidad, solo quiere heredar; la empresa que te envía un mail de "Feliz Cumpleaños"… y al día siguiente te despide; un programa de televisión sobre "Educación Pública" financiado con fondos que deberían ir a las escuelas; un desfile por la paz… con fuegos artificiales que espantan a medio barrio.
Hay ironías que parecen escritas por un guionista sin piedad: el bombero al que se le incendia la cocina; el crítico gastronómico que pierde el gusto por un resfrío; el meteorólogo que se olvida el paraguas el día que llueve; la calle que asfaltan tres veces en un año mientras en otra los baches cumplen décadas; el "día sin autos" en una ciudad sin transporte público digno...
La ironía también vive en las pequeñas cosas: recibir la factura de luz por email… el día que se corta la luz; que la máquina para pagar la tarjeta "solo acepte efectivo"; ese amigo que te llama "hermano" pero no iría a buscarte al hospital; el sorteo que gana siempre el que menos lo necesita; las campañas contra la pobreza impresas en folletos de papel caro; un congreso sobre sostenibilidad… en un hotel que cambia las toallas todos los días.
Pero hay ironías más hondas, las que duelen porque te enfrentan a lo que somos: decir "cuidemos el planeta" y tirar una botella al río; protestar contra la corrupción mientras se paga un soborno; celebrar el Día del Trabajador sin trabajo digno para millones; defender la "libertad de expresión" para censurar al que opina distinto; creer que el éxito es tener más… cuando muchas veces es necesitar menos... Y ahí, entre lo absurdo y lo inevitable, se asoma la más grande de todas: ¡Nacemos para morir! Irónico, ¿no?
Quizás esa sea la razón por la que coleccionamos estas pequeñas contradicciones. Porque, si todo va a terminar igual, al menos que la travesía tenga algo de comedia. Tal vez la ironía sea un mecanismo de defensa: una forma de decirle al destino "ya sé que te gusta jugar conmigo, pero yo también sé jugar". El día que me dieron la noticia de que había ganado -pero que aún así debía esperar para que lo "confirmen oficialmente"- entendí que la ironía no siempre es un recurso literario. A veces es la textura misma de la realidad. Porque lo verdaderamente irónico no es ganar y perder al mismo tiempo: es que haya quien crea que eso es normal.
La ironía, al final, es un espejo. Nos muestra que lo que creemos lógico a menudo es ridículo, que lo que damos por seguro puede desmoronarse en segundos, y que hasta el acto más solemne puede volverse tragicómico con el detalle más pequeño. Y quizá lo más honesto que podamos hacer sea aceptarlo, reírnos cuando toque reír, indignarnos cuando toque indignarse y, sobre todo, no olvidar que entre todas las frases que repetimos, hay una que ningún guion puede borrar:
¡Nacemos para morir! Y sí… es irónico.
Dejanos tu comentario
Los comentarios realizados son de exclusiva responsabilidad de sus autores y las consecuencias derivadas de ellos pueden ser pasibles de las sanciones legales que correspondan. Evitar comentarios ofensivos o que no respondan al tema abordado en la información.