No busques directamente el regalo. No abras cajones al azar, ni levantes mantas sin pensar. Porque lo que estás por recorrer no es una casa: es una historia. Cada rincón es un fragmento, cada objeto, un testigo de algo que fuimos construyendo juntos. Este no es un juego de encontrar cosas, sino de recordar señales. Aquí, el premio no está solo al final, sino en cada gesto escondido. Recorré con paciencia. Leé con atención. Recordá con cariño. Esta casa -nuestra casa- está llena de pistas. Y no solo para el juego de hoy. Porque el amor, si se mira bien, si se busca con fe, si se espera lo suficiente, si se juega, si se repite… se revela. No se trataba del regalo… sino de creer, cada año, que aún vale la pena buscarlo juntos.
Hace más de diez años empezamos con un juego en casa. No recuerdo bien si fue idea mía o si me inspiré en el conejo de Pascuas, pero sí recuerdo la risa de mi compañera de vida cuando le manifesté que el regalo de cumpleaños no se entregaba con las manos, sino con pistas. Desde entonces, cada año, construimos una especie de mapa del tesoro dentro del hogar: una secuencia de adivinanzas escondidas entre los objetos cotidianos que, una tras otra, conducen al regalo final.
No es algo sofisticado. Son papelitos escritos a mano -y a veces en la computadora-, versos simples que nombran camas, espejos, platos, sofás, lámparas, etc. Pero hay en ellos una intención: transformar lo habitual en un juego compartido. Y eso, con el tiempo, se volvió un rito. Nuestro rito. Los años pasaron, y el juego fue creciendo con nosotros. Cambiaron las palabras, los escondites, los tonos. Pero no cambió lo esencial: el deseo de mantener encendida esa chispa que convierte una casa en un lugar vivo, cargado de memoria, de risas, de pequeñas búsquedas compartidas. Cada pista es una forma de decir: todavía me importa sorprenderte.
Cada objeto cotidiano se convierte, por un momento, en símbolo. La cama ya no es solo un mueble: es el primer refugio. El plato es la mesa compartida. El rincón de lectura, un gesto de pausa en medio del torbellino. Con el tiempo, empecé a notar algo: no solo jugábamos, sino que estábamos escribiendo una crónica íntima, inadvertida, de nuestra historia familiar. Recuerdo cada año como si fueran capas de una misma historia. La vez en que escondimos el primer papelito bajo el almohadón de la cama grande, esa pista ingenua que nos llevó hasta la cocina. O cuando una adivinanza mal rimada nos hizo reír tanto que hubo que empezar de nuevo. Una vez el regalo apareció dentro de una cacerola; otra, la pista final estaba dentro de una caja de té vacía.
Las chicas participaban con entusiasmo, aportaban ideas, inventaban rimas. Se volvió una tradición familiar. Un juego que nos pertenecía, que decía: este hogar se construye también con pequeños misterios. Y también, sin darnos cuenta, fue una forma de contar el paso del tiempo. Porque los objetos eran los mismos -la cama, el sofá, el espejo, la lámpara-, pero nosotros no. Cambiaban nuestras manos, nuestras miradas, la manera en que entendíamos la alegría. Lo simple se volvía sagrado porque estaba repetido. Porque tenía historia.
Hay algo profundamente humano en ese gesto de esconder. No para ocultar, sino para preservar. Esconder un regalo es confiar en que será encontrado. Es dejar señales sabiendo que alguien las seguirá. Es un acto de fe. Amar, en definitiva, es un acto de fe. Y como toda fe, no es ciega: ve más allá de lo visible. Este año, como cada junio, la ceremonia se repite. Pero hay algo distinto. O tal vez no sea distinto, sino más hondo. Porque el regalo de este año no es uno cualquiera. Es algo que ella quiso hace mucho tiempo. Algo que mencionó al pasar cuando recién empezábamos, cuando todo era más incierto y no había mucho que ofrecer salvo las ganas.
En aquel momento, solo pude prometerle que "algún día". Y ese algún día se fue alargando, sin reclamos, sin urgencias. Pasaron los hijos, los gastos, los desvelos. Siempre hubo algo más urgente. Pero el deseo quedó ahí, como una nota que no se borra. Y este año, por fin, pude cumplirlo. No diré qué es. Porque no importa el objeto. Importa lo que representa. Algo querido, postergado, alcanzado con esfuerzo. Algo que se volvió símbolo del tiempo que supimos esperar, y del amor que supimos sostener.
Preparé las pistas como siempre. Con cuidado, con esa mezcla de complicidad y emoción que se siente al esconder un secreto. La cama, la mesa, los platos, el rincón de lectura. Las adivinanzas, una a una, fueron trazando el recorrido. La última pista la puse debajo del sofá. No por azar. Sino porque ahí, en lo cotidiano, en lo blando, en lo invisible, donde uno se sienta al final del día, donde descansan los cuerpos sin nombre, ahí quise que descansara también el gesto. El regalo.
Pensé mucho en si ella lo vería. No el objeto, sino el trayecto. La historia. Porque a veces uno tiene ojos y no mira. Y no lo digo por ella, que siempre ha tenido una mirada noble y atenta. Lo digo en general. Porque la vida está llena de cosas escondidas que solo se revelan si alguien se toma el trabajo de buscar. O de esperar. O de escribir una pista. Hoy creo que este juego, nacido de un impulso ingenuo, es en realidad una forma de escribirnos. Una forma de dejarnos mensajes en una lengua secreta que solo nosotros entendemos. Una pedagogía del amor sin discursos ni promesas rimbombantes. Apenas señales, apenas versos torpes, apenas pistas.
Esta noche haremos el juego. Y cuando llegue al final, cuando levante ese almohadón y encuentre lo que fue tan esperado, no sé qué pasará. Pero sí sé esto: lo importante no es si le gusta, ni siquiera si se emociona. Lo importante es que durante todos estos años seguimos jugando. Seguimos creyendo que hay algo detrás de cada pista. Seguimos buscando juntos. Y en eso, creo yo, está el verdadero tesoro. Porque amar también es saber esconder. Y tener fe en que el otro -algún día- encontrará.
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