La ofensiva igualitarista que se despliega en la Argentina promovida por sectores populistas woke, se libra mediante herramientas pedagógicas, mediáticas y tecnológicas dirigidas a extirpar la aceptación de la desigualdad como parte constitutiva de la vida en libertad. El objetivo no es otro que anular el deseo de autonomía personal, reemplazándolo por una fantasía de justicia social que exige una constante redistribución forzosa. Esta fantasía, en nuestro país, ha echado raíces profundas y es el mayor obstáculo para recuperar una sociedad próspera, responsable y ordenada.
Recuperar un mínimo de orden, previsibilidad y justicia, implica reconocer la existencia de diferencias de talento, esfuerzo y mérito. Significa aceptar que habrá ganadores y perdedores, y que no todos los destinos serán iguales, porque no lo son los puntos de partida, las preferencias ni las elecciones, como tampoco las capacidades individuales. Lo anormal ha sido pretender suprimir esas diferencias mediante políticas compulsivas, intolerantes y supremacistas que empobrecieron a todos por igual. El verdadero progreso exige volver a una estructura de incentivos clara, donde quienes se esfuerzan prosperan, y quienes no lo hacen enfrentan las consecuencias. Esa era, justamente, la lógica de la Argentina anterior al populismo.
El retroceso de la cultura del esfuerzo se ha presentado como avance de la "justicia social", pero es en realidad la estrategia para que el resentimiento se convierta en principio organizador de la vida pública. La jerarquía natural -basada en el mérito y la responsabilidad- es reemplazada por una ingeniería social que sacrifica la libertad individual en nombre de una equidad artificial. Para que esta fabricación de sujetos dependientes y sometidos al asistencialismo sea sostenible, es necesario un aparato emocional que les impida rebelarse. Esa es la función: convertir la frustración y la impotencia que provoca la falta de progreso en un deseo de castigo dirigido hacia los exitosos, los diferentes, los que se animan a salir del molde.
Las motivaciones que acompañaban la antigua idea de libertad y movilidad social -la confianza en uno mismo, la esperanza fundada en el esfuerzo- han sido desplazadas por un deseo de venganza, cultivado por medios públicos y privados que proveen chivos expiatorios diarios. No se trata del castigo racional y justo que toda sociedad necesita aplicar para preservar el orden, sino de un castigo sacrificial, irracional, regresivo, que apunta a destruir a quien destaque, a quien piense distinto, a quien escape al control del Estado. En vez de celebrar la superación individual, se construye una moral que exige el sacrificio del exitoso para calmar la frustración del que no ha logrado prosperar.
Hay un sentido del sacrificio, no muy evidente pero sí muy profundo: el sacrificio del individuo en el altar del igualitarismo. No se trata de un sacrificio inútil, sino funcional al proyecto de una sociedad estatista y extractivista, donde el Estado se apropia de la energía productiva de las personas y de la naturaleza para sostener un modelo inviable. El consentimiento a ese modelo no se logra por persuasión, sino por manipulación emocional: se enseña a odiar al que tiene, al que produce, al que se atreve a ser libre. Así se asegura que la resignación ante la pobreza sea aceptada como un destino inevitable, y que la alegría colectiva solo emerja cuando alguien, cualquiera, sea destruido.
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