
En un recorrido por Europa, el narrador descubre que su identidad santafesina es ineludible, reflejada en paisajes y encuentros que evocan su hogar.

Estoy con Juani Saer en París. Hemos cenado en un restaurante del barrio Latino y caminamos por las orillas del Sena. Hace frío y hay mucha neblina. Hay un puente; en el río se distingue la sombra de un barco mientras un auto pasa lentamente por el bulevar, como si paseara. “Pareciera que estuviéramos caminando por la Costanera, a orillas de la laguna Setúbal”, le digo.
Se ríe, una risa silenciosa, discreta: “Puede ser, puede ser… la laguna Setúbal atravesada por el Puente Colgante…y cerca del puente un bar donde se come pescado y en donde dos o tres muchachos hablan de literatura y discuten los alcances de la palabra región". Juani sabe de lo que está hablando. Nadie mejor que él para entender esas disquisiciones.
Precisamente, uno de los datos singulares de su literatura es esa capacidad para percibir con intensidad lo que él mismo calificó como su región, su zona. ¿Regionalismo? ¿Localismo? Nada de “ismos” empobrecedores. El universalismo pintando la aldea, como dijo un gran escritor ruso.

Ahora estoy con una amiga en Madrid, en el Museo del Jamón. Hay mucha gente ese viernes a la noche. Hay mucha gente, pero mi amiga santafesina registra entre el tumulto, el rumor de voces, un tono inequívoco. Después me dice. “En algún lugar, a pocos metros de aquí hay dos o tres muchachos que hablan comiéndose las eses…solo los santafesinos ejercen esa virtud”, concluye.
De hecho, hay tres santafesinos que viven en Europa, que ahora se encontraron en Madrid como mañana probablemente se reúnan en Venecia o en Brujas o en Marsella. Son jóvenes, estudian, no saben si regresarán alguna vez a sus pagos, pero a pesar de ellos mismos, o tal vez no, hablan como si estuvieran en un bar de bulevar o en un café de la peatonal.
No pueden evitarlo. Y si pudieran, renunciarían a hacerlo. Nos reconocemos, conversamos, se ríen cuando le comentamos por qué notamos su presencia, pero en cierto momento, en ese Museo del Jamón, no muy lejos de la Plaza Mayor de Madrid, hay cinco santafesinos hablando de su ciudad perdida a miles de kilómetros de distancia.
Salgo de Florencia en auto rumbo a Turín. Cae la tarde. Esa hora del crepúsculo con sabor a pena teñida con felicidad. La autopista, una imprevista llanura y dos o tres casas con el parpadeo hospitalario de sus luces.
Viajando de Santa Fe a Rafaela esos tonos, esas luces, ese silencio de casas que se preparan para el reposo, las he contemplado muchas veces, pero ahora no estoy cerca de Humboldt o de Esperanza o de Nuevo Torino; tampoco esta llanura se parece exactamente a la de mi pampa gringa, sin embargo, la revelación se ha impuesto sin pedir permiso.
Obstinada y bella. La revelación y la pena: estoy tan lejos. Y, además, es probable que por dos o tres meses no regrese. Supongo que lo que me sucede a mí les sucede a todos. Supongo.
Mi certeza, o, mejor dicho, mi presunción, es que una región o una patria chica se constituye con estos afectos, con estas imágenes, con estos recuerdos que, cuando se está muy lejos, suelen sorprendernos porque uno en más de un caso no los tenía en cuenta o ignoraba la presencia de esos lazos invisibles que nos atan a la tierra, a mi exclusivo pasado.
Siempre suele ser una sensación intensa: puede ser de melancolía, de nostalgia, de pérdida, tal vez de ausencia. Trataré de contar lo que me pasa. No creo en la patria en términos abstractos, “el refugio de todos los sinvergüenzas”, como calificó con su habitual pericia Samuel Johnson, pero creo en mi región, y creo que ella es algo más que una suma de accidentes geográficos.
“Los laberintos de mis castillos no son los de Alemania, son los de mi alma”, escribió Edgar Allan Poe. Y, con las diferencias del caso, digo lo mismo. Mi historia, mi biografía, mi filiación está comprometida con esta relación que constituye mi propia eternidad. Esta saudade la percibo como una herida cuando estoy lejos, en otro país o en otro continente. No sé cuándo o cómo ocurre, pero ocurre.

A veces es un detalle mínimo, la letra perdida de una canción que llega desde una taberna, el perfume que flota en el aire, la luz que en la soledad del campo se dibuja en el horizonte a la hora del crepúsculo, un sueño feliz o una pesadilla escabrosa.
En todos los casos siento que la patria, la patria chica, me llama; a veces con tono áspero, a veces con dulzura, a veces con sabor a pena, a veces desde el silencio, pero llama. Pocas certezas asisten a mi vida. Una de ellas es mi convicción de santafesino. Ni fanatismo localista, ni religiosidad integrista, ni fantasías alucinadas.
Santa Fe es, en términos proustianos, mi tiempo perdido, mi epifanía, mi mito, y, una vez más, repito, mi eternidad. Cesare Pavese, James Joyce, Marcel Proust, como testigos.
Descubrí mi condición íntima de santafesino cuando alguna vez el destino me instaló a miles de kilómetros de distancia de mi ciudad. No estaba mal en aquel lejano país, por el contrario, vivía en una cómoda casaquinta, compartía mis horas con amigos viejos y nuevos, conocí mujeres que aún hoy, casi cincuenta años después, las recuerdo.
Pero en cierto momento advertí que mi nostalgia por Santa Fe era más importante que lo que me ocurría todos los días en una ciudad que seguramente disponía de virtudes propias, pero que a mí me resultaban cada vez más ajena.
Sospecho que fue entonces que me reconcilié definitivamente con Santa Fe, una tarea que supongo que estamos obligados a plantearnos, porque es casi un lugar común decir que, salvo algunas excepciones, en algún momento de nuestra vida estamos disconformes con la ciudad que el destino eligió para que vivamos.
Ni Jorge Luis Borges pudo eludir esa celada. “Y la ciudad, ahora, es como un plano de mis humillaciones y fracasos”, escribe. Y la conclusión no deja de ser inquietante: “No nos une el amor, sino el espanto; será por eso que la quiero tanto”.
Está hablando de Buenos Aires, claro, pero para lo que importa lo dicho vale para cualquier ciudad. El Borges que escribió estos poemas era entonces, según sus propias palabras, sumamente desdichado, y proyectaba hacia la ciudad “sus humillaciones y fracasos”.
Sin embargo, en otro momento de su vida dijo que los años vividos en Europa fueron ilusorios, porque su ciudad, su exclusiva ciudad, será Buenos Aires, más allá de que luego el destino o alguna misteriosa premonición lo llevó a morir en Suiza.
El tema no es una ocurrencia mía. El poeta griego Constantino Cavafis, alguna vez, supongo, conversó con algún amigo que le atribuía a la ciudad todas sus desdichas. El episodio le permitió a Cavafis escribir uno de sus mejores poemas:
"La ciudad irá en ti siempre. Volverás a las mismas calles./ Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;/ en la misma casa encanecerás./Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques -no la hay-/ ni caminos ni barco para ti./ La vida que aquí perdiste/ la has destruido en toda la tierra”.
En el prólogo de 1969 a su libro de poemas “Fervor de Buenos Aires”, escrito en 1923, un Borges mayor admite que “en aquel tiempo buscaba los atardeceres, los arrabales, la desdicha; ahora las mañanas, el centro, la serenidad”. Una vez más no queda otra alternativa que coincidir con el maestro.
Recuperando su perspectiva acerca de la ciudad como un plano de mis humillaciones y fracasos, diría que hoy Santa Fe es para mí un plano de mis penas y mis dichas, de mis interrogantes y mis esperanzas, de lo que soy y de lo que quise ser. Es mi ciudad, la ciudad donde llegué siendo casi un adolescente y que ahora recorro con los años que, palabras más palabras menos, son los de un viejo.
Es la ciudad donde viven mis amigos y posiblemente mis enemigos; la ciudad que cobijó algunas de mis virtudes y seguramente disimuló mis conocidos defectos; la ciudad de las mujeres que me quisieron y dejaron de quererme; la ciudad donde nacieron mis hijos y mis nietos. La ciudad donde seguramente, en un día no muy diferente al de hoy, moriré.