“Para no ser mudos, hay que empezar a no ser sordos”. Eduardo Galeano
Seguimos caminando estos días, andando como implantados con un software antivirus, mirando a los demás, escaneando con la mirada, esperando que de un momento a otro nos salte la alarma: “Se ha detectado una amenaza”.
“Para no ser mudos, hay que empezar a no ser sordos”. Eduardo Galeano
Y seguimos aquí, paseando nuestras humanidades, encaminados hacia no sabemos dónde, ignorando hasta cuándo y de que manera vamos a seguir sosteniéndonos sobre nuestros pies en este pandémico andar. Pero andamos, que no es poco. Y soy injusto con los perros, pues nuestros amados caninos llevan vidas de humanos –aunque ahora dudo si eso es bueno o malo-, pongámosle que es bueno, sino no estarían acompañándonos desde hace milenios siendo parte de nuestras vidas.
Perra vida alude al hecho de que últimamente ronda sobre mi testa la idea del paso del tiempo como la medida del año canino. Dicen los que dicen saber, que últimamente se ha descubierto que los años de perros ahora no son correspondientes a siete años humanos como siempre se creyó y que el conocimiento popular de semejante fórmula así lo estableció. No, señores/as, ahora se sabe (y lo hacen saber) que el primer añito de nuestro tierno y peludito cachorrito, lo convierte en un animal de 31 años… Entonces se entra en un juego de equivalencias y variables que nos dicen que hay que tener en cuenta la edad biológica y la cronológica y toda una serie de enunciados y perorata científica de la cual no es mi intención entrar, así lo escribo, a cara de perro. Pero solo para graficarles y ponerlo en actas. Un año de perro, inmediatamente después de su primer año (que serían 31 años humanos), corresponderían a 11 años. ¡Guau!
¿A qué va todo esto?, no lo sé. Confieso que es un año que nos fue dejando fuera de las cosas normales y, que de tanto ser habituales, ahora recordamos y echamos de menos que eran vitales; todo esto de la nueva normalidad no es más que una cruel anormalidad, lisa y llanamente.
Hace un par de días, casi al borde de la ilegalidad, en una reunión de amigos donde no se superaba el número de seis individuos, con ausencia de abrazos y besos, de charla cordial y amena, siempre exenta de manoseo y cachondeo tan propia de nuestras argentinidades adquiridas; siempre respetando el metro y medio de distancia, de contactos suprimidos casi conscientemente; en el inevitable tema del Covid19 nos preguntábamos que estábamos perdiendo con todo esto. No solo tiempo, dijo uno. Y alguien habló de lo que le dijo su madre: “Nena, a tu edad los años se viven, a nuestra edad se pierden”. Año de perro. Perra vida.
En todo este descoloque universal que nos tiene apabullados y preocupados, donde el gesto mínimo de cariño hacia el otro es mal visto, donde la mirada de la otredad se posa acusadora si vas libremente por la “casi” vida sin el barbijo puesto, si cuando por un descuido o por el polen circundante de la estación primaveral estornudás en público y pasas a ser instantáneamente un asesino serial digno de la mazorca, la horca o el programa de Canosa; en esta maldita época donde cada uno va por los días de la vida sin compartir un mate… ¡un mate! ¡pásame un mate porfa! ¡aunque esté lavado y que los palotes de yerba floten inertes en agua tibia! ¡Quiero quemarme la lengua con ese mate mal cebado y ardido! ¡quiero ese mate con “Chuquer” (no es chivo, la marca que aquí parece anunciarse no se corresponde a la original) que no es dulce pero tampoco amargo y que no sé porque razón o que reacción química produce que la yerba pase a tener color bosta! ¡Ruego por ese mate con miel y hierbas naturales, con sabores a saborizantes que imitan a alguna fruta natural pero que no lo son! ¡Imploro un mate con cascarita de naranja seca y azúcar! ¡Necesito verte agarrar la pava, el termo, la jarra con hielo y jugo o lo que sea y vaciar su contenido en un porongo, una calabaza; un mate de madera; una jarrita enlozada; un vaso de vidrio o metal en yerba mate; quiero que me mires a los ojos y me pases sin preguntar esa infusión que tanto nos gusta compartir! Quiero que compartamos esa hermosa costumbre que es parte de nuestra argentinidad ¿Es mucho pedir? Aparentemente sí.
Mientras aquí se discute si la “vacutroika” es buena o mala por ser rusa (la ex URSS, ex comunista, hoy ultra capitalista); mientras los norteamericanos, reyes de la democracia moderna, se complican para ver si su presidente podrá seguir siéndolo o vendrá un nuevo presidente que presidirá el país que colocará otros presidentes que comprometan las democracias modernas de otros países. Nosotros, seguimos caminando estos días, andando como implantados con un software antivirus, mirando a los demás, escaneando con la mirada, esperando que de un momento a otro nos salte la alarma: “Se ha detectado una amenaza”. Y parece que sí nomás, en las Europas se volvió a recrudecer la enfermedad, supuestamente es otra cepa, se parece, pero no es. Pero bueno, hay que atreverse a soñar.
Eduardo Galeano, en algunas de esas intromisiones al alma tan necesarias para el corazón y que él sabía hacer muy bien, contó (cuenteó) en un artículo para el Diario El País de España allá por el 96 llamado “El derecho de soñar”, entre otros postulados dice: “aunque no podemos adivinar el mundo que será, bien podemos imaginar el que queremos que sea. El derecho de soñar no figura entre los treinta derechos humanos que las Naciones Unidas proclamaron a fines de 1948. Pero si no fuera por él, y por las aguas que da de beber, los demás derechos se morirían de sed”
Hoy más que nunca, atrevámonos a soñar; formemos una ronda y pasame un mate, no importa como venga, lo importante es que venga.
En todo este descoloque universal que nos tiene apabullados y preocupados, donde el gesto mínimo de cariño hacia el otro es mal visto, donde la mirada de la otredad se posa acusadora si vas libremente por la “casi” vida sin el barbijo puesto.