En ese instante, abrí los ojos. La noche se había calmado y como en tantas otras ocasiones lo sentí nacer en mí. Volví a ser pesebre abrigando su llanto ante el manojo de luz. Tenía el pensamiento suave de la hoja y el olor de la fruta en las mañanas claras de diciembre. Sostuve con mi mano la fragilidad de su esperanza.
Anduve por los recovecos del día acariciando su sombra que invadía los mínimos detalles. Dejé los miedos al sol justo cuando el aliento de Dios me refrescaba la cara. Me senté a orillas de la memoria mientras preparaba el pan dulce. Agradecí cada milagro asomando entre el rastro verde del fervor iluminado de los pinos, los manteles manchados de fiesta, la alegría de la infancia al abrir los regalos.
Fui celebración en mi tristeza. Percibí lo femenino retomando su senda silvestre. Mi sustancia se amalgamó al bosque bastidor de savia y pluma, rescató entre la hojarasca y el estigma renovales de ternura. Mastiqué mis experiencias y ante el reflujo del dolor, bendije la gracia del abrazo que serena mis sueños y la voz dulce de mi hija que me da significado.
Fue el advenimiento del regocijo tocando la lastimadura y vislumbrar que en el vientre del tiempo una puede convertirse nuevamente en el refugio humilde de un amor inmenso.
Después de los brillos y los brindis, de los deseos borrachos por las burbujas de las copas… Después de los besos, las sonrisas gastadas y la mesa empachada de turrones y de migas, se despierta el murmullo rutinario de los días.
Cada mañana es la promesa de un comienzo, para romper la cáscara hiriente del destino y diagramar un porvenir sin maquillaje. Hay que animarse a latir con esperanza, a llorar las penas con coraje y a querer hasta romper con lo imposible.