

"No hay mitad que no se crea entera, ni ciudad que no lleve en sus muros la marca de su fractura"
El vizconde Medardo de Terralba, protagonista principal de la obra "El vizconde demediado", de Ítalo Calvino, no solo es partido en dos por una bala, sino que es atravesado por una época (*). Su escisión no es apenas física, sino simbólica, ética y existencial. En él, Calvino nos ofrece una figura brutalmente lúcida para pensar la condición moderna: seres divididos, fragmentados entre el deber y el deseo, entre la acción y el pensamiento, entre la luz y la sombra. Y como todo gran símbolo, Medardo no se agota en sí mismo. Extiende su fractura hacia el mundo, la traslada al territorio. ¿No son nuestras ciudades, también, vizcondes demediados?
La arquitectura -esa disciplina obstinada en poner forma al habitar- no puede eludir esta condición escindida. Si el hombre moderno ya no es uno, si su subjetividad es un campo de tensiones, tampoco puede pretenderse una ciudad armónica, total, sin contradicciones. Como Medardo, nuestras urbes arrastran heridas. Heridas de guerras, de desigualdad, de expansión sin sentido. Heridas que no siempre sangran, pero sí estructuran.
Lo que Calvino sugiere con humor y filo -esa idea de que incluso la "mitad buena" es insoportable si se cree completa- tiene una resonancia profunda en la arquitectura. ¿Cuántas veces lo funcional se creyó suficiente? ¿Cuántas veces lo simbólico se convirtió en espectáculo vacío? Las ciudades han sido pensadas desde mitades que se autojustifican: técnica sin poética, control sin cuidado, eficiencia sin ternura. Y cada vez que una mitad pretende totalizarlo todo, el espacio se vuelve inhabitable.
Pero quizá lo más inquietante sea la pregunta que queda flotando: ¿es posible volver a ser uno? ¿O lo único que nos queda es aprender a vivir con la herida? Tal vez ahí resida el desafío mayor de la arquitectura contemporánea: no en restaurar una unidad perdida -que acaso nunca existió-, sino en reconocer las fracturas como parte del cuerpo urbano, y trabajar sobre ellas sin negarlas. No se trata de suturar para borrar, sino de construir en la conciencia de lo incompleto.
Si en el vizconde demediado la fractura atraviesa al cuerpo, en nuestras ciudades la herida se dibuja en el mapa. Calles que separan, muros que excluyen, bordes que no son transición sino ruptura. Ciudades donde el diseño parece obedecer más a la lógica del capital que a la del cuidado. En ellas, lo útil y lo bello caminan por aceras opuestas, sin mirarse, sin reconocerse parte de un mismo tejido. La funcionalidad, muchas veces exaltada como virtud arquitectónica, termina por devenir tiranía. Se planifican espacios que resuelven el tránsito, la densidad, la eficiencia del recurso; pero no acogen.
El urbanismo se transforma en cartografía de la optimización, y lo humano queda reducido a variable. Como si vivir fuera una estadística. Como si el habitar pudiera pensarse sin ternura. Y del otro lado - del lado "bello" - florecen intervenciones simbólicas, gestos de autor, íconos que aspiran a la posteridad, pero que muchas veces se desconectan del suelo, de la gente, del clima, de la historia. Arquitectura-espectáculo que brilla en las portadas pero se apaga en el uso. La belleza, cuando no dialoga con la función, corre el riesgo de volverse ornamento vacío.
Las ciudades demediadas no lo son sólo por su morfología física, sino por la lógica que las habita. Hay barrios que acumulan servicios y otros que acumulan ausencias. Hay zonas donde se sobrediseña lo innecesario y otras donde falta lo elemental. En la misma ciudad, dos personas pueden vivir experiencias tan dispares como si habitaran países distintos. Como Medardo, nuestra urbe camina por el mundo con una mitad saludable y otra olvidada. Pero ninguna de las dos es completa.
¿Qué arquitectura puede surgir de esa conciencia? Tal vez aquella que sepa habitar el intersticio. La que no elige entre belleza o utilidad, sino que las convoca a ambas como partes de un diálogo. La que no escinde el alma del cuerpo, ni el cuidado del cálculo. Porque allí donde lo útil y lo bello se cruzan, puede nacer el espacio verdaderamente humano.

No solo las ciudades están partidas. La propia arquitectura, en su praxis cotidiana, arrastra una fractura constitutiva: la tensión entre el cálculo y la metáfora, entre la norma y la visión. Como si cada arquitecto llevara dentro un pequeño Medardo: mitad proyectista meticuloso, mitad soñador incansable. Y entre ambas mitades, a menudo, no hay diálogo, sino disputa.
Desde sus orígenes, la arquitectura ha sido un saber híbrido, un cruce entre lo técnico y lo simbólico. Vitruvio ya hablaba de firmitas, utilitas y venustas, reconociendo esa triple dimensión estructural, funcional y estética. Pero en la modernidad - y con mayor crudeza en la contemporaneidad neoliberal - estas dimensiones comenzaron a separarse, como si ya no pudieran convivir en un solo gesto proyectual.
Por un lado, está la arquitectura de la norma: la que responde a códigos, a reglamentaciones, a presupuestos ajustados, a tiempos de obra. Es la mitad que garantiza que el edificio se sostenga, funcione, dure. Es imprescindible, pero si se vuelve absoluta, ahoga el alma del oficio. Por otro lado, está la arquitectura del deseo: la que imagina, la que provoca, la que quiere decir algo más. A veces se manifiesta en el trazo de un volumen inusual, en una luz inesperada, en una apertura que sorprende.
La del deseo, es la parte que no se mide, pero que da sentido. Sin embargo, si se emancipa por completo de lo real, puede caer en la autocomplacencia o en la inutilidad. Ambas mitades son necesarias. Y, como en el cuento de Calvino, ninguna puede ser total sin la otra. El problema surge cuando se ignoran mutuamente, o peor, cuando una se disfraza de totalidad. Entonces la arquitectura se vuelve ciega. Puede seguir construyendo, pero deja de habitar. Se convierte en objeto, en mercancía o en ruina anticipada.
Recomponer no significa fusionar, sino articular. Entender que el proyectar es siempre un ejercicio de síntesis inestable, una oscilación constante entre lo que debe ser y lo que puede ser. Aceptar que cada edificio, cada espacio, cada línea que se traza, es un intento - siempre parcial - de reconciliar lo irreconciliable. Y que en esa tentativa radica, quizás, la belleza más profunda de nuestra disciplina.
Se trata de "construir desde la herida". En la arquitectura, como en la vida misma, las fracturas no son solo cicatrices. Son señales de que algo ha sido tocado, alterado, que algo ha cambiado en el curso de los días y las noches. La herida, en este sentido, no es un accidente, sino un evento: la marca de lo que fue y de lo que no pudo ser, pero también la huella de lo que puede llegar a ser.
Cuando miramos una ciudad partida, vemos lo que no se resolvió, lo que quedó pendiente, lo que se dejó fuera. Pero también vemos, si miramos con cuidado, las posibilidades. Porque cada grieta es una oportunidad. Cada espacio abandonado es una página en blanco, esperando una intervención que no niegue su pasado, pero que lo respete y lo reinvente. Como el vizconde Medardo, las ciudades no deben anhelar la curación total, sino aprender a vivir con su herida, a habitarla. Es en la herida donde se construye lo nuevo, no en la perfección.
La arquitectura, entonces, no es solo la disciplina que responde a la necesidad, sino también la que sabe que lo imperfecto es valioso, que lo roto puede ser recomponible. Suturar no es borrar, sino integrar. El arquitecto no es solo un constructor, sino un sanador que reconoce que la ciudad, como el ser humano, debe ser aceptada en su incompletud. Porque esa incompletud no es su debilidad, sino su potencia.
Así, la tarea de la arquitectura en tiempos de fractura no es reconstruir una ciudad ideal, sino construir una ciudad que pueda reconocer su propia fractura, y que, a través de ella, pueda encontrar formas de unidad. No desde la negación de lo que fue, sino desde la conciencia de lo que es y puede llegar a ser. Habitar la herida, no como un dolor fijo, sino como un campo fértil para el cambio.
El gran desafío de la arquitectura contemporánea es entender que lo incompleto no es una condición a superar, sino una condición desde la cual proyectar. Vivir con la ciudad partida no significa resignarse, sino hallar en esa escisión una oportunidad para lo que aún no ha sido dicho. Como Medardo, como el caballero sin cuerpo, la ciudad y la arquitectura deben aprender a ser lo que son: fragmentadas, incompletas, pero profundamente vivas.
(*) "El vizconde demediado" es una novela fantástica de Ítalo Calvino, publicada en 1952 como primer libro de la trilogía "Nuestros antepasados", conformada además por "El barón rampante" (1957) y "El caballero inexistente" (1959). Esta nota completa la serie dedicada al tema "Arquitectura sin alma", compuesta además por "Habitar más allá de la forma" y "Vivir en los árboles: arquitectura del desarraigo y la libertad", publicadas por El Litoral los días 6 y 11 de julio de 2025, respectivamente.
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