Siempre he creído que viajar es mucho más que un acto físico; es una oportunidad de crecimiento, aprendizaje y conexiones que trascienden fronteras. Cuando mi hija estaba próxima a cumplir 15 años, tomamos una decisión junto a su madre que marcaría nuestras vidas: en lugar de organizar una fiesta tradicional, le propusimos un obsequio diferente, un viaje de intercambio que combinaría estudio y exploración cultural.
Fue una idea que no sólo buscaba celebrar su edad, sino también abrirle las puertas a nuevas experiencias que forjarían su camino hacia el futuro.
Sin embargo, no fue una decisión sencilla. Me llené de dudas y temores. ¿Era prudente permitir que alguien tan joven viviera semejante experiencia sola, lejos de casa, en lugares desconocidos? Me encontraba atrapado en una dualidad que todos los padres experimentan en algún momento. Una parte de mí quería protegerla, impedir que se enfrentara a los riesgos del mundo.
Pensaba en todo lo que podría salir mal: la distancia, los imprevistos, la vulnerabilidad de su corta edad. La otra me recordaba que crecer significa también aprender a dejar ir, a confiar en que los hijos tienen la capacidad de enfrentar sus propios desafíos.
Reflexioné sobre la importancia de darle alas para que pudiera forjar su propio camino, aun cuando eso implicara aceptar que no siempre estaría ahí para sostenerla.
Dejar crecer a los hijos es, quizá, una de las lecciones más difíciles de la paternidad. Implica superar nuestros propios miedos y comprender que el verdadero amor reside en permitirles ser libres; aun cuando nos duela. Esa libertad no significa abandono, sino confianza; es un acto de fe en que lo que hemos sembrado en ellos florecerá.
Entendí que este viaje no era solo una oportunidad para ella, sino también para mí. Me permitía aprender a acompañarla desde la distancia, a viajar con ella de manera espiritual y a valorar el poder de las experiencias compartidas, aunque fuesen narradas desde otro continente.
Desde Londres, mi hija comenzó a enviarme mensajes en los que describía el majestuoso Big Ben y los históricos pasillos de la Torre de Londres. En sus palabras, podía imaginar las bulliciosas calles de la ciudad, sentir el frío viento del río Támesis y maravillarme con la multiculturalidad que caracteriza a la capital británica.
Su viaje no se detuvo ahí; también visitó Holanda, Bélgica y Francia. Cada relato era una ventana hacia mundos que, aunque físicamente lejanos, lograban conectarme profundamente con ella. Habló de los canales de Ámsterdam, de las bicicletas que parecen ser una extensión de la ciudad misma, y de la calma que se respira en sus calles.
Describió la sobria elegancia de Brujas, donde los edificios históricos parecen contar su propia versión de la historia europea. De París me relató su admiración por la majestuosa Torre Eiffel, las avenidas del Sena y la magia que emana de Montmartre. Con cada descripción, me daba cuenta de que, aunque mis pies estáticos nunca se movieron de casa, mi corazón y mi imaginación estaban viajando con ella.
Esto me llevó a reflexionar sobre el acto de viajar sin viajar. A veces, no es necesario trasladarnos físicamente para experimentar la esencia de un lugar. Viajar también es escuchar, imaginar y compartir.
Entender que cada relato, cada fotografía, cada palabra, puede ser una puerta hacia un mundo nuevo. En este proceso, también descubrí que la distancia no es un obstáculo para el amor y la conexión; por el contrario, puede fortalecernos y enseñarnos a valorar aún más los momentos compartidos.
A medida que avanzaba en esta experiencia, entendí que este viaje, aunque físico para mi hija, representaba para mí un viaje interno. ¿Qué tan lejos estaríamos dispuestos a dejar volar a nuestros hijos para que descubran su propio camino?
Fue un espejo en el que pude verme reflejado como padre, enfrentando mis propias inseguridades, mis anhelos y mis expectativas. Me enseñó que no siempre se trata de estar presente físicamente, sino de ser una guía, un mentor o solo una voz que resuena incluso en la distancia.
Cada decisión que tomaba ella, en cada relato que compartía, podía percibir los valores que juntos habíamos construido, como una huella indeleble que seguía caminando con ella. El acto de viajar sin viajar también me permitió reconocer algo esencial: no siempre se trata de llegar a un destino.
A menudo, es el camino mismo el que nos transforma. Tal como ocurre con el shihuahuaco, uno de los gigantes de la Amazonía peruana, cuyos troncos tardan cientos de años en alcanzar un metro de diámetro, este viaje fue una siembra.
Fue un acto de fe en algo que yo probablemente no veré en su totalidad, pero que estoy seguro crecerá fuerte y alto. Mi hija regresó, la vi con otros ojos. Había crecido, no sólo físicamente, sino en madurez, en empatía, en comprensión.
Su regreso no significó simplemente el final de su viaje, sino el comienzo de uno nuevo, el de compartir todo lo aprendido, el de entrelazar sus vivencias con las nuestras y construir juntos nuevas historias. Me di cuenta de que, aunque el tiempo y la distancia nos separen, el amor tiene una forma curiosa de trascenderlo todo, convirtiendo cada experiencia en una lección compartida.
Viajar, en su forma más pura, es un acto de conexión, de apertura al mundo y de transformación mutua. Mi hija y yo, cada uno desde su lugar, aprendimos que no importa cuán lejos podamos estar físicamente.
Lo esencial es que, en cada viaje - ya sea real o imaginado -, seguimos caminando juntos. Porque ser un viajero sin viaje es, en última instancia, un recordatorio de que la verdadera travesía está en la profundidad de nuestras relaciones y en cómo estas nos enriquecen, sin importar dónde estemos.
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