El Paseo del Puerto, la "pausa verde" para descansar un rato de la tediosa rutina
Fue inaugurado en noviembre de 2019. Sigue siendo como la “otra costanera”, y un remanso de tranquilidad ante la alienación urbana de la gran urbe. Un viejo muelle, mucha vegetación y el mate bajo el sol primaveral, las postales.
Dos amigas toman mate sentadas sobre el césped del Paseo Costero.
La callecita de pavimento articulado se llama Rosaura Schweizer. Hacia el Este se recuesta el Paseo del Puerto, que suena como “la otra costanera” de la ciudad de Santa Fe. A los ojos curiosos, este recorrido tiene todos los elementos para ser un remanso de tranquilidad, oxígeno limpio, con la sedante música del agua del río, el vuelo de los pájaros, el aroma al paraíso florecido.
Acaso se ha vuelto uno de los lugares ideales de esta capital para escaparse por un ratito del estridente ruido, el smog y la alienación urbana de una gran urbe que tiene 500 mil habitantes. Pero también, para tomar una pausa, meter dentro de un paréntesis a esa tediosa rutina diaria.
El Paseo fue inaugurado en noviembre de 2019. Había sido una iniciativa impulsada por el entonces concejal y luego intendente de Santa Fe (2019-2023), Emilio Jatón. “Tiene una extensión de 300 metros sobre el que se construyó un sendero peatonal con baldosas para no videntes y un carril exclusivo para bicicletas, más un paseo peatonal”, narraba la crónica de El Litoral.
“Con el objetivo que los vecinos y visitantes puedan disfrutar de este nuevo balcón al río con comodidad, se construyó una plazoleta con bancos y cestos de residuos, además de dotarse de alumbrado público y forestar la zona con especies autóctonas”, agregaba luego.
Runner. La infraestructura urbana está en buenas condiciones.
Cómo está hoy
Al caminar el lugar del Norte hacia el Sur, uno se va encontrando con todo aquello. Dos jóvenes compartiendo un mate en una charla íntima; un hombre de edad mayor en su habitual paseo vespertino; otra chica paseando el perro, y un matrimonio con sus sillones, bajo la fronda de un paraíso.
“Somos de Paraná. Es la primera vez que venimos aquí, unos amigos nos lo habían recomendado. La verdad es un lugar precioso, porque el césped está bien cortado, hay mucha sombra y por el bello paisaje ribereño que le da el río”, le dice a El Litoral Norma, la visitante foránea.
Lo que dice es cierto: el césped está cortado, la vegetación es variada y profusa (albizias, arbustos, un lapacho rosado y un ceibo, además de los paraísos). Por otro lado, la infraestructura está en buen estado: la bicisenda bien demarcada, al igual que el paseo peatonal. Hay bancos, pero la gente prefiere sentarse en el pasto.
También hay cestos para basura; en el césped no hay residuos tirados, pero aquellos cestos están llenos, con lo cual caen algunos desperdicios. La condición ideal es que sean vaciados con más regularidad. Por otro lado, la barranca es muy empinada, y está llena de vegetación. Sin embargo, hay una baranda que está en buen estado. Existen dos postas para dejar las bicicletas.
El viejo muelle resiste estoico el paso del tiempo.
“Nosotras somos de aquí, de Santa Fe; pero curiosamente, es la primera vez que venimos a este paseo. Es precioso. Se puede charlar ‘tranqui’, tomar unos mates, mirar el río sin que nadie te moleste, porque cada uno ‘hace la suya’”, da su opinión una joven. Asiente su amiga, mientras ceba lo que será el próximo “verde”.
Tiempo detenido
Pero después, aparece la magnética imagen de un muelle de madera. Está casi destruido, pero hay algo en esa nostalgiosa imagen que lo vuelve atractivo a la vista casual. Allí, en ese muelle que resiste como una guardia pretoriana a la tiranía del olvido, el tiempo es como si se hubiese detenido.
Por ahí nomás, en la alta rama de un árbol, hay una casita de hornero abandonada le da a la postal el toque de paseo “verde” y natural que faltaba.
“Mirá, venimos seguido acá. Es un lugar único, la verdad. Ideal para leer, por la tranquilidad, además llegamos en bici, utilizando la interconexión de las ciclovías. Soy arquitecto, y creo que este muelle tiene mucho para dar. Estaría genial restaurarlo, ponerlo en condiciones, e instalar allí un bar, por ejemplo. Algo que sea como un ‘llamador social’”.
A la idea la tiró Gonzalo, otro joven que mateaba con un amigo. “Está bueno este paseo porque se encuentra cerca del microcentro. Yo vivo en barrio Candioti, me vengo por la bicisenda y llego en un muy poco tiempo. En verano, ver desde aquí el atardecer es algo impagable. Con la modernización del Puerto, creo que esto se va a apropiar más socialmente”, pronostica.
Stickers en la costanerita: pulso joven en acero, a metros del río. Foto: Carmelo Calderón Bourband
Verde, grúas y pulso joven
El verde se estira junto al río y, de repente, la pared habla. Entre pasto recién cortado y viento norte, los muros viejos del puerto se llenan de color. Son firmas, rostros, flechas: una coreografía mínima que le pone pulso a la siesta.
Lo curioso es la postal completa: enfrente asoman grúas, containers, silos. Industria en pleno movimiento. Este balcón al agua mira a las máquinas y no se asusta; convive. El muelle roto oficia de bisagra entre dos ritmos de ciudad.
Bloque grafiteado y máquinas detrás: postal cruda del borde industrial. Foto: Carmelo Calderón Bourband
Los grafitis no ensucian: cuentan. Narran barrios, equipos, deseos. Tal vez parezcan sólo nombres o rayones en una pared que solía tener un sólido color. Tal vez se acerquen a la concepción del delito y tal vez no todas las personas los vean como algo positivo. Lo importante es que demuestran como funciona una ciudad tan grande como la de Santa Fe.
Los stickers prenden en cilindros de acero, tachos de basura y señales de tránsito como si el puerto fuera, a cielo abierto, un libro lleno de ellos. Es tinta que respira, no una afrenta. Es un distintivo más. Bandas de música y emprendimientos dejan sus letras allí esperando que sus trabajos y pasiones lleguen a más lugares.
Banco intervenido y viejo muelle grafiteado: descanso con identidad urbana. Foto: Carmelo Calderón Bourband
Se ve el lifestyle: mate al sol, runners, bicis. La intervención no desplaza al paseo: lo adopta. El banco rayado, la baranda marcada, el mural nuevo; todo entra en la misma escena.
Estas marcas son tribus urbanas diciendo “acá estamos”. Pibes, crews, colectivos que dejan su firma sin apropiarse del lugar. No es vandalismo: es pertenencia. Un lenguaje que aprendió a convivir con la costumbre del río.
Mural frente a galpones y silos: el arte convive con la industria. Foto: Carmelo Calderón Bourband
En esa mezcla, Santa Fe se reconoce grande. Verde y hierro, remanso y hormigón, arte callejero y puerto en movimiento. La “costanerita” no oculta sus capas: las muestra. Y en esa superposición, la ciudad late más fuerte.
Dos espacios de descanso
La única mala, quizás: hay un pequeño depósito, que pudo haber sido un kiosco o un café al paso. Sus paredes están descascaradas y sucias. Lo que eran las ventanas, tapadas. También hay trastos viejos detrás de la instalación. Esto contrasta con el buen aspecto del Paseo del Puerto.
Yendo hacia el Norte, casi sobre el final del recorrido, hay dos áreas de descanso. Las luminarias dobles están a unos cuatro y a seis metros de altura. Y funcionan. El piso, de adoquines, con bancos y un ceibo y un paraíso todo florecido.
Una madre cuida a su hija en uno de los espacios de descanso.
Un ceibo y un lapacho rosado bajo el cual una madre cuida a su hija, que juega con una bicicleta rosada. La paleta pictórica se completa con una barcaza arenera, que parece mecerse cansina sobre el agua mansa. El Paseo parece volverse, con todo, un breve remanso de calma, un freno de mano a la cotidianeidad.
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