Por Carlos Catania
Por Carlos Catania
Hace unos años, cenábamos con dos amigos en un restaurante de avenida Freyre. Recuerdo hoy la conversación que mantuvimos y sonrío con tanto agrado como escepticismo. Desde luego, no hablamos barajando lugares comunes típicos de tanta gente: chistes y catástrofes segregados por la TV, fútbol, reiterados comentarios sobre lo que se está comiendo y temas del mismo calibre, aptos para llenar un vacío que, demás está decir, no es estomacal. No significa que nosotros nos lanzáramos a devaneos intelectuales acerca de temas graves. Cada uno tenía algo que contar y los tres disponíamos de la atención necesaria, favorecida gracias a que el restaurante no aturdía con radios ni televisores.
Me tocó narrar las impresiones recibidas en mi viaje a Praga, lo que naturalmente derivó en Kafka. Luego, a saber por qué conexión, Walter habló de Argelia en tiempo de Albert Camus y cuando saltó a París, Sergio, que es pintor -quizá porque Walter había mencionado al Louvre- nos puso al tanto del excelente movimiento plástico que se estaba produciendo en nuestra ciudad. A continuación, aterrizamos en el tema que ocupa la presente nota: candidatos presidenciales.
Examinados los “mecanismos publicitarios” destinados a realzar moral, aptitudes y promesas de los candidatos, coincidimos en que, si bien es cierto que muchos políticos vienen precedidos por la fama de su buena gestión en otros cargos públicos, generalmente debemos tragarnos todo ese show mediático que constituye una farsa “absolutamente necesaria” para los fines propuestos. El rostro, ciertos rasgos de humor, la simpatía, algunos slogans, la firmeza del lenguaje en sus convicciones y otros tantos pulimentos por el estilo, son pautas a tener en cuenta por una gran mayoría de ciudadanos.
Estas cosas son sabidas y periódicamente repetidas. Las desilusiones también. (Desde luego, excluimos a los grandes presidentes que hemos tenido, muchos de ellos echados violentamente de la Casa Rosada por militares que, al considerar amenazada su ideología fascista, padecen paranoia patriótica. Es sabido que para el reaccionario, lo nuevo, lo distinto, es considerado lo malo, el enemigo). Mediando este asunto, Walter, que es sicólogo, tomó la palabra y prácticamente no la soltó. Estimaba que cada candidato debería ser sometido a un detector de mentiras. Sergio adujo que dicho procedimiento sería inconstitucional. No obstante, Walter continuó con su idea: entonces, dijo, mejor sicoanalizar al sujeto, en primer lugar para ubicarlo en uno de los tres conflictos básicos que generalmente presionan las acciones de tantos seres humanos. Intervengo: y eso, ¿qué quiere decir? Walter alude a Karen Horney, la famosa sicoanalista, que clasifica dichos tipos: la personalidad dócil, la agresiva y la despegada.
Yo, que soy un apasionado lego en la materia, conozco a la siquiatra mencionada por todo lo relacionado con la Imagen Idealizada. Walter explica que el tipo dócil se caracteriza por su movimiento hacia la gente; el agresivo por su movimiento contra la gente y el despegado por el movimiento aparte de la gente. La concisa explicación que Walter nos ofrece acerca de estos tres tipos no me satisface del todo... Al día siguiente, recurro directamente a Karen Horney.
El tipo dócil muestra una marcada necesidad de afecto y la necesidad de un compañero, un amante, un amigo, un esposo o esposa “que lleva a cabo todo lo que él espera de la vida y cuyas manipulaciones triunfantes se convierten en la tarea predominante”. Tales necesidades neuróticas son compulsivas y cuando se ven frustradas engendran ansiedad o desolación. El sujeto, que muestra una tendencia a subordinarse, a valorarse por la opinión de los demás, necesita ser querido y protegido.
El tipo agresivo da por sentando que todo el mundo es hostil. “Para él, la vida es una lucha de todos contra todos (...). El deseo de hacer creer a los otros que es un buen hombre puede estar unido a cierta cantidad de benevolencia, mientras nadie dude de que es él quien manda. Buscan una sensación de poder subjetiva mediante la afirmación exterior y la supremacía”. El tercer tipo necesita el alejamiento (el deseo de una soledad fecunda es otra cosa). “Sólo cuando la relación con la gente resulta intolerable, y la soledad se hace primordialmente un medio de evitarla, el deseo de estar solo es índice de despego neurótico”. Horney considera que estas neurosis, apenas aquí esbozadas, “invaden la personalidad como un tumor maligno invade el tejido orgánico”.
La verdad es que lo anterior no me pareció apto para indagar las reales inclinaciones (valga) de los candidatos. Se lo dije a Walter la semana siguiente. Mi amigo argumentó que aquello sería sólo un paso tentativo. Había pensado que lo ideal consistiría en someter al futuro “conductor” a una terapia de sicoanálisis. “¿Someter?”, protesté. Bueno, repuso, si es obligatorio aprobar ciertos exámenes para obtener el carné de conductor, por qué no examinar a un futuro conductor de la Nación: sus tendencias, fobias, debilidades, capacidad ejecutiva, placeres, angustias, ambiciones, sueños, nivel cultural, lecturas, enemigos, amigos, conocimiento directo de las necesidades de la gente... Indagar qué piensa del Papa, de Hitler, de la democracia, del Holocausto, de la madre Teresa, del aborto, del Proceso, de las guerras....
No era un chiste; Walter hablaba en serio. Pero yo consideré su proyecto como la utopía inquisitorial de un sicólogo enfático y de buena fe. Me olvidé del asunto.
Años después, es decir ahora, en esta época de desbarajuste político, de mentiras, de revanchismos, de irracionalidades peligrosas, de desdicha social y de profundas dudas acerca del destino de la Patria, admito que a mi amigo, en gran parte, no le faltaba razón.