Tantas deudas pendientes. Tantos clásicos por leer. Para aliviar mi conciencia culposa, recurrí al volumen trece de una vieja colección de literatura contemporánea de Seix Barral, edición económica. Un tomo amarillento heredado como parte de la biblioteca materna. Títulos magníficos en libros con olor a viejo. “Hijo de hombre” (1960), por ejemplo, de Augusto Roa Bastos.
Las páginas estaban ásperas y un poco corroídas en los bordes. Vencí mi disgusto táctil y comencé a leer. Primer capítulo, el que le da nombre al libro y una pregunta. ¿Cómo puede caber un país en treinta y ocho páginas? Maestro, qué bien escribís. La derrota, la pobreza, los insignificantes en su dignidad. Macario y su sobrino Gaspar Mora.
Un cristo tallado en madera por un leproso que es finalmente bendecido para calmar una rebelión. La iglesia de siempre santificando el sincretismo cuando no puede excomulgar.
Mi encuentro tardío con Roa Bastos me puso por delante uno de esos escritores prolíficos y exultantes que bucean en historias, comidas, hablares y gestos de sus propios pueblos a los que descubren y describen maravillados. Llegué al final del capítulo de la estación, en la página setenta y ocho y leí:
“Lleno de sed, me agaché a beber junto a una de las canillas. En ese momento, boca abajo contra el cielo, entreví algo inesperado que me hizo atragantar el chorrito. En un rincón, entre plantas, una mujer alta y blanca, de pie sobre una escalinata, comía pájaros sin moverse. Bajaban y se metían ellos mismos chillando alegremente en la boca rota. Se me antojó sentir el chasqueo de los huesitos”.
Ahí me deslumbró la semejanza. En una extraña “poética de las variaciones” Samanta Schweblin escribe “Pájaros en la boca”. Mis preguntas antes de seguir leyendo: ¿Qué extraño vínculo existe entre Sara, la adolescente que se alimenta de pájaros en el cuento de Schweblin con la mujer que vislumbra el joven Miguel Vera en la estación? ¿Habrá leído Samanta Schweblin la novela de Roa Bastos?
¿Quedó presa en su memoria la poderosa imagen de una mujer que come pájaros y desde el olvido emergió luego como cuento? ¿Construyó el cuento sobre una imagen que la impactó y que recuerda a la hora de escribir? ¿O nuestro inconsciente colectivo atesora el mito de una figura femenina que se alimenta de pájaros? ¿Hay un Cronos femenino que devora a sus hijos?
¿Puede un personaje incidental saltar de una novela escrita a mediados del siglo XX a un cuento concebido en el siglo XXI? La extraña danza de la pareja de memoria y olvido me convocó a pensar en una palabra compleja, la anamnesis. Esa palabra nombra el momento de registrar los datos de un paciente como primer paso para elaborar una historia clínica, con una guía de preguntas.
La memoria (que no perdona) doblemente negada, rescatada de la amnesia por la pregunta, la anamnesis que conduce a registrar, para poder curar, cuidar, ayudar a sanar. Todo en una sola palabra. Y se me ocurrió la tarea de hacer la anamnesis de un personaje, cómo se llama, qué edad tiene, qué lo trae hasta aquí…
Volví al texto de Roa Bastos y me encontré con María Regalada. Otro discurrir me lleva por los caminos de los nombres propios como Juan Preciado o Pedro Páramo de Juan Rulfo; Remedios la Bella o Esteban el Grande de Gabriel García Márquez...
Nombres que condensan aspectos simbólicos de los personajes y que nos orientan hacia la génesis misma del acto de creación en el pensamiento del autor, identidad y destino resumidos en el nombrar. Pero, basta de digresiones y derivas. Quedan muchas páginas por delante.
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