Para los que alguna vez soplaron uno creyendo que con eso bastaba para estar bien. Me recuerdo. Un niño con las rodillas raspadas, las uñas con tierra, y un silencio que no me pesaba. Porque estaba con él. Estaba sentado sobre un banco de madera que mi abuelo había hecho con sus propias manos. No era un mueble, era un hallazgo. Lo había armado con cajones de manzanas, y decía, como quien enseña sin imponer, que todo niño necesita su propio lugar para sentarse a mirar el mundo. Yo lo creí.
Ese banco era un poco inestable, con clavos torcidos, y sin embargo cuando me sentaba ahí sentía que nada podía derribarme. Estaba en el fondo de casa, bajo el único árbol que parecía no haber sido plantado, sino nacido. Nadie sabía qué especie era. Solo sabíamos que daba buena sombra. Era verano, o eso creo. Aunque la memoria no siempre distingue las estaciones, sí recuerda los olores. Olor a pan viejo, a tierra mojada, a ropa secándose al sol. Olor a vida sencilla. Él estaba a mi lado. Mi abuelo.
Siempre estaba ahí, aunque no hablara. Hacía poco y hacía mucho. Tenía un modo de estar presente sin hacer ruido. Caminaba con pasos pesados pero pausados. Tenía manos grandes, ásperas, de esas que no acarician con la piel sino con la forma en que se quedan. Fue en uno de esos días que lo vi. Un panadero. No el de harina. El otro. Ese pequeño globo blanco, redondo y leve, que flota como si el aire lo quisiera abrazar. Cayó del cielo con la lentitud de lo que no tiene apuro. Se posó en mi rodilla. No lo toqué. Lo miré.
- ¿Qué es esto? (pregunté, sin mirar a mi abuelo).
- Un panadero (dijo él, como si supiera que iba a preguntarlo).
- Trae abundancia -respondió- si lo soplás con el corazón limpio, nunca te va a faltar nada. Y menos de comer.
Lo dijo sin solemnidad, pero con un fondo de verdad que no entendí del todo. Y, sin embargo, le creí. Soplé. Con todas mis fuerzas. Como quien lanza un deseo sin saber todavía que desear es ya tener fe. Y vi cómo se deshacía en el aire, cómo esas semillas minúsculas se iban, cada una por su lado, como mensajes en botellas invisibles. Pasaron los años. Y con ellos, pasó él. No hubo tren. No hubo hospital. No hubo drama. Un día ya no estaba. Y eso fue todo.
Pero lo que más recuerdo es que no hubo despedida. Quizás por eso, a veces siento que aún no se fue del todo. Hoy volví a sentarme bajo un árbol. No el mismo. Pero uno parecido. La sombra era honesta. El silencio también. Tenía los ojos cerrados. Pensaba en nada, o en todo. Y entonces lo vi. Bajó uno. Un panadero. Flotó con la misma parsimonia que aquél, hace tantos años. Se posó en mi pierna, como si supiera que yo lo esperaba. Lo miré.
No quise soplarlo. No esta vez. Porque ahora sé -porque ahora siento- que hay cosas que no se soplan. Se guardan. Que hay deseos que ya no se piden, porque se cumplieron cuando nadie los veía. Que la abundancia no está en lo que llega, sino en lo que estuvo. Y mi abuelo, que ya no está, estaba. Estaba en ese gesto. Estaba en ese panadero. Estaba en ese banco hecho de nada, que aún me sostiene. No sé qué fue de ese primer panadero que soplé. Pero creo -quiero creer- que una de esas semillas cayó justo aquí. Y floreció en este momento.
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