El cansancio o la energía que experimentamos al realizar una actividad física no se explica únicamente por la condición de los músculos.

Estudios recientes muestran que la percepción del esfuerzo al hacer ejercicio depende tanto del cuerpo como del cerebro. Investigaciones señalan que modificar señales sensoriales puede cambiar la forma en que el cerebro interpreta el esfuerzo, con implicancias para mejorar la adherencia al ejercicio.

El cansancio o la energía que experimentamos al realizar una actividad física no se explica únicamente por la condición de los músculos.
La ciencia del comportamiento y la neurociencia muestran ahora que el cerebro desempeña un papel central en cómo se percibe el esfuerzo, lo que influye en la motivación para comenzar o sostener un entrenamiento.
La percepción del esfuerzo —esa sensación de qué tan duro “se siente” una actividad— combina señales del cuerpo con la interpretación cerebral de esas señales.
Comprender mejor este proceso, según investigadores, podría abrir nuevas estrategias para promover estilos de vida más activos, especialmente entre personas que encuentran barreras mentales para ejercitarse.

Tradicionalmente, el esfuerzo físico se ha definido como la energía que el cuerpo utiliza para ejecutar un movimiento. Sin embargo, estudios recientes subrayan que esa definición es incompleta sin considerar al cerebro.
En la práctica, dos personas con niveles de entrenamiento similares pueden percibir el mismo ejercicio de maneras muy distintas. Esta variación no se debe solo a factores musculares, sino al modo en que el sistema nervioso central interpreta y valora las señales provenientes del cuerpo.
Un equipo de la Universidad de Montreal, en colaboración con colegas de la Universidad Savoie Mont Blanc en Francia, abordó esta pregunta desde un ángulo experimental. Los investigadores aplicaron una vibración localizada en tendones clave —como los de Aquiles y de la rodilla— antes de que los participantes realizaran ejercicio en bicicleta fija.
La hipótesis era que esta estimulación sensorial previa podría alterar la forma en que el cerebro recibe y procesa la información de movimiento y tensión.

Los resultados, publicados recientemente, mostraron que después de la estimulación por vibración los voluntarios pedaleaban con mayor potencia y frecuencia cardíaca sin reportar un aumento en la sensación de esfuerzo. Es decir, realizaban una actividad física más exigente sin percibirla como tal.
Aunque los mecanismos precisos todavía están siendo investigados, los científicos sugieren que la vibración puede modificar las señales que viajan desde los músculos hacia el cerebro.
Esto implica estructuras como los husos neuromusculares —sensores que informan al sistema nervioso sobre la longitud y tensión de los músculos— y puede excitar o inhibir neuronas que participan en el procesamiento sensorial.
Este enfoque experimental apunta a una idea cada vez más aceptada en neurociencia: no existe una línea rígida entre “lo que cuerpo hace” y “lo que la mente siente”. La experiencia del ejercicio es resultado de la interacción entre señales fisiológicas y su interpretación por parte del cerebro.
Estudios previos en neurociencia han señalado que las áreas cerebrales que controlan el movimiento están integradas en redes más amplias relacionadas con pensamiento, planificación y regulación de funciones corporales automáticas, lo que refuerza esta visión holística entre cuerpo y mente.

Si bien los hallazgos sobre vibración y percepción del esfuerzo constituyen un primer paso, su traducción a rutinas de entrenamiento convencionales —como correr largas distancias o sesiones prolongadas de ejercicio— aún no está establecida.
El estudio citado se realizó en condiciones controladas y con ejercicios de corta duración, por lo que hay que ser cautos al extrapolar a situaciones más complejas o en poblaciones diversas.
Los propios investigadores reconocen estas limitaciones y proponen avanzar con métodos que permitan medir directamente la actividad cerebral, como el uso de electroencefalografía o imágenes por resonancia magnética durante el ejercicio.
Estas técnicas ayudarían a profundizar en cómo el cerebro integra señales sensoriales y cómo esa integración condiciona la percepción de esfuerzo y la motivación para moverse.

Más allá del uso de dispositivos específicos, la idea central que emerge es que entrenar es también una experiencia mental. Dolor, fatiga, motivación y recompensa son componentes que el cerebro evalúa continuamente y que pueden amplificar o disminuir las ganas de moverse.
Comprender mejor este circuito podría ayudar a diseñar programas de actividad física más eficaces, especialmente para personas sedentarias o con baja adherencia al ejercicio, un desafío clave en salud pública.
Esta perspectiva no es ajena a otras líneas de investigación que muestran cómo la actividad física también influye ampliamente en la salud cerebral. Por ejemplo, estudios han encontrado que el ejercicio regular favorece la salud cognitiva, fortalece la memoria y puede tener efectos positivos en la prevención del deterioro cerebral relacionado con la edad.
Entender el papel activo del cerebro en la vivencia del movimiento aclara por qué dos personas pueden responder de maneras distintas a una misma sesión de ejercicio y abre puertas para enfoques personalizados que tomen en cuenta no solo la fisiología, sino también la percepción subjetiva de cada individuo.