Viernes 7.2.2020
/Última actualización 10:41
Hace años un amigo me dijo que inmigrantes eran los que vinieron después de los que llegaron antes. El homo, en su versión sapiens sapiens puede rastrearse a través de la Eva mitocondrial hasta unos 150.000 años atrás. En consecuencia, todos los que hoy pisamos la tierra somos parientes, más allá de las diferencias físicas y culturales que nos caractericen, determinadas por las distintas condiciones geográficas en las que evolucionaron las poblaciones dispersas en el ancho mundo.
Por eso no me gustan los falsos distingos entre originarios y no originarios. Los homínidos caminan sobre el planeta, con inicio en África, desde hace millones de años. La humanidad de los sapiens sapiens es mucho menos antigua, unos 250.000 años, aunque a menudo la línea de tiempo se corre hacia atrás empujada por nuevos descubrimientos y la inestimable colaboración de nuevas tecnologías de datación y análisis genéticos. En cualquier caso, las dataciones son provisorias y controversiales, porque tampoco la ciencia escapa a sus límites actuales y a las pujas nacionalistas o regionalistas que reclaman para sí el “privilegio” de descender de los primeros hombres o grupos que hollaron América. Lo que ha quedado descartado por el consenso científico es que el hombre haya tenido origen en América. De modo que, antes o después, todos llegamos de otros lados.
La palabra “originarios” significa exactamente lo mismo que “aborígenes” (oriundos del lugar en el que viven), y procede de la misma raíz latina, pero desplazó al vocablo anterior porque suena más amigable. Aborigen, en el imaginario tradicional, remite a indígena (nativo), palabra que suele arrastrar adherencias históricas peyorativas por el contraste con sus milenarios parientes europeos, que los conquistaron, imponiendo su cultura más evolucionada, evidencia incontrastable que en estos tiempos en que todo se revisa y discute, también genera debates. Tanto es así, que ahora el forcejeo es palabra a palabra. Zulema Enríquez, directora del Departamento de Pueblos Originarios en la Universidad Nacional de La Plata, manifiesta que estos pueblos “están en proceso de reconfigurar el lenguaje, de deconstruirlo (concepto que, vaya paradoja, toma prestado del filósofo francés Jacques Derrida) y resignificarlo para reivindicar las identidades políticas indígenas en las ciudades y en los territorios”. Enorme tarea para reconstruir una moderna Babel en la que nadie se entienda.
La denominación de “pueblos originarios”, adoptada por las Naciones Unidas en 1994 en base a las conclusiones del Grupo de Trabajo sobre Poblaciones Indígenas de la Subcomisión de Prevención de Discriminaciones y Protección a las Minorías, refiere al “conjunto de personas que provienen de poblaciones asentadas con anterioridad a la conquista y que se encuentran dentro de las actuales fronteras de un Estado, poseen historia, usos y costumbres y, en muchos casos, idioma, formas de organización y otras características culturales comunes con las cuales se identifican sus miembros, reconociéndose como pertenecientes a la misma unidad sociocultural”. Así lo explica el profesor Rubén Herrera, director del Centro Cuyano de Investigación Histórico-Social-Mendoza (CCIHS Mendoza) y referente de la Región Cuyo del Consejo Educativo Autónomo de Pueblos Indígenas de Argentina (CEAPI-Nacional Educación Intercultural Bilingüe).
La vaguedad de la definición le cabe a cualquier pueblo de la tierra preexistente a la formación de los Estados nacionales en los siglos XV, XVI y XVII.
Este burocrático grito de mismidad en el ámbito de un organismo internacional es comprensible en un mundo que se globaliza mientras engulle particularidades de chicos y grandes, y debilita referencias y pertenencias. Pero estos arrestos verbales no cambian las cosas, no frenan el avance de la inteligencia artificial, los estudios de las cadenas genéticas y la futura ingeniería intraorgánica para la salud humana, la automatización de los servicios y la producción, el crecimiento geométrico de la conectividad, la evolución hacia un mundo sin papel moneda, viajes interestelares y cambios sociales difíciles de imaginar.
La invocación de la calidad de “originario” es un ejercicio de autocontención, un gesto defensivo frente al futuro insondable y el riesgo cierto de disoluciones culturales en proceso, un acto de diferenciación de la América precolombina frente a la que se mixturó luego con aportes de Europa (en general dominantes), pero también de Asia y África, transformando el conjunto en algo nuevo y distinto.
Pretender congelar un momento de la historia de la humanidad con el propósito de lograr un blindaje identitario es una tarea imposible, un esfuerzo inútil. El ser nacional, si acaso existe, no es una cristalización arqueológica, sino un ser vivo, dinámico, cambiante, autogenerado y regenerado de continuo al compás del cambio de las propias circunstancias y de las transformaciones del mundo. No se puede tapar el cielo con la mano ni el sol con un harnero.
Las reivindicaciones de algunos pueblos originarios que llegan a reclamar sus tierras ancestrales; por ejemplo, grupos de mapuches australes que reclaman, del Atlántico al Pacífico, una franja importante de la Patagonia argentina y el sur de Chile, pretenden forzar la vuelta atrás del reloj de la historia y deshacer lo construido por los Estados nacionales y generaciones de argentinos y chilenos mediante la sola invocación de sus presuntos derechos ancestrales. Esta petrificación del reclamo, estimulada por las izquierdas siempre atentas a la colonización de conflictos potencialmente escalables, no sólo desconoce la secular construcción del Estado de derecho sino el trabajo sostenido y acumulado de sucesivas generaciones de argentinos y chilenos sujetos a todas las contingencias de la existencia, incluidas la ganancia y pérdida de bienes y de vidas, y la alternancia de éxitos y fracasos en la impulsión y consumación de proyectos. De modo que mientras unos están expuestos a todo, los originarios levantan un argumento que intenta congelar la historia. Actúan como arcaicos señores de la tierra e invocan la superioridad del tiempo sobre el trabajo transformador y el juego abierto de sociedades creativas. No se trata de negar el enriquecedor derecho a las diferencias, ni sus tradiciones y cosmovisiones, con frecuencia valiosas, sino cuestionar la pretensión de arrogarse derechos preeminentes por el mero hecho de ser más antiguos, no en el encadenamiento de la vida -que nos hace parientes- sino en determinados asientos territoriales.
Ellos también son el producto de migraciones y de guerras, de encuentros y desencuentros, no surgieron por generación espontánea; en el camino ganaron y perdieron, desplazaron a grupos más débiles y se apoderaron de sus recursos. Comparten con nosotros la mayor parte de sus genes y los claroscuros de la condición humana.
El planteo de sentirse dueños de la tierra por títulos de antigüedad recuerda el de las dinastías nobles de la pretérita Europa, que la modernidad dejó atrás después de las revoluciones de los siglos XVIII, XIX y XX. La humanidad es un flujo continuo de movimientos, aprendizajes y errores, saberes y experiencias, es dinámica, y lo es para todos. Nadie posee para siempre, no hay garantías al respecto, todo cambia todo el tiempo y todos estamos expuestos a esos cambios, nos gusten o no.
Las reivindicaciones de algunos pueblos originarios que llegan a reclamar sus tierras ancestrales; por ejemplo, grupos de mapuches australes que reclaman, del Atlántico al Pacífico, una franja importante de la Patagonia argentina y el sur de Chile, pretenden forzar la vuelta atrás del reloj de la historia.
No se trata de negar el enriquecedor derecho a las diferencias, ni sus tradiciones y cosmovisiones, sino cuestionar la pretensión de arrogarse derechos preeminentes por el mero hecho de ser más antiguos, no en el encadenamiento de la vida -que nos hace parientes- sino en determinados asientos territoriales.