Luciano Lutereau (*)
Luciano Lutereau (*)
Cada vez es más común que se consulte a un psicoanalista (u otro terapeuta) por un niño. Y, lamentablemente, cada vez es más común también que se inicie el tratamiento del niño sin tener en cuenta si corresponde hacerlo, o bien es necesario tener entrevistas con los padres o proponer el tratamiento para uno de ellos. La presencia de síntomas en un niño no necesariamente implica que se deba tratar a este último.
Asimismo, cuando se da la circunstancia de que un niño asista a un tratamiento, ocurre muchas veces que éste no quiera ir, o bien que después de un tiempo quiera dejar de ir. Empecé a escribir estas líneas a partir de la conversación con una colega, que me contó que en cierta ocasión le dijeron que su pequeño paciente “tenía que ir igual”. Y, por cierto, esta respuesta me asustó, porque impone cierta asistencia obligada a un tratamiento que no hace más que ubicar al niño en un lugar de objeto. Supongamos que podría tratarse de una resistencia, pero ¿no admitimos que nuestros pacientes adultos falten a sus sesiones como una posibilidad en el manejo de la transferencia? Incluso es preferible que alguien manifieste su deseo de no ir al tratamiento antes de que invente alguna excusa que sitúa al analista en el sitio de una demanda de “presentismo”. En este sentido, mientras se pueda asumir una actitud responsable respecto de la cuestión de los honorarios (que implican un compromiso con el tiempo, propio y del otro), no se trata aquí de una cuestión sobre la que se pueda dogmatizar.
Lo importante, en todo caso, es pensar por qué recae sobre los niños un imperativo más severo que el que recaería sobre los adultos. He aquí un síntoma de nuestra época, que no nos permite atender a la pregunta más importante: ¿no es más llamativo que un niño quiera ir a un tratamiento, a que prefiera estar en su casa o jugar con otros niños? Dicho de otra manera, ¿no es más preocupante que un niño vaya de buen grado a conversar y jugar con un extraño, antes que preferir quedarse cerca de sus quehaceres cotidianos?
En este punto, el tratamiento de un niño muchas veces comienza cuando algo de la vida cotidiana está afectado, quizá por la incapacidad para estar solo o con otros, o bien alguna dificultad para jugar se pone sobre la mesa. En última instancia, tal vez no haya mejores indicadores para el diagnóstico de la patología de un niño que los obstáculos para sostener una situación de juego. No necesariamente un niño debe presentar “trastornos de conducta”, “problemas de atención”, u otras designaciones más o menos corrientes hoy en día, incluso un niño que a primera vista no es problemático, o incluso está muy adaptado, puede ser un niño muy enfermo.
Es que a veces lo inadaptado es lo más sano en un niño; la “disfunción” puede ser una respuesta saludable ante exigencias que un adulto debe revisar, expectativas o ideales que conviene corregir. La mirada patologizante que en nuestro tiempo se tiene sobre la infancia no permite advertir los imperativos con que medimos a los niños. Tampoco nos permite recordar que un niño crece a través de conflictos y que, en todo caso, mientras conserve la capacidad de jugar tendrá los recursos suficientes para hacerles frente.
Muchas veces, después de cierto tiempo de tratamiento, cuando un niño recupera esa relación espontánea y vital con el juego, puede ser que nos plantee que prefiere hacer otra cosa, como ir a jugar con otros niños, o quedarse en casa para descansar o hacer algo más interesante. En este punto, un analista debe renunciar a la satisfacción narcisista de ser una opción valiosa. Quizá queden conflictos o síntomas para considerar, pero el analista no puede ser quien disponga de ellos como algo propio u objetivo. Además un niño, por ser niño o “menor”, no deja de saber cuándo es suficiente. En casos semejantes, me gusta recordar la canción de Gustavo Cerati que dice: “Poder decir Adiós, es crecer”.
(*) Doctor en Filosofía (UBA) y Doctor en Psicología (UBA). Coordina la Licenciatura en Filosofía de UCES. Autor de los libros: “Celos y envidia. Dos pasiones del ser hablante”, “Ya no hay hombres. Ensayos sobre la destitución masculina” y “Edipo y violencia. Por qué los hombres odian a las mujeres”.
A veces lo inadaptado es lo más sano en un niño; la “disfunción” puede ser una respuesta saludable ante exigencias que un adulto debe revisar, expectativas o ideales que conviene corregir.