La creciente avalancha de productos “proteinificados” —galletitas, panes, postres, bebidas, suplementos— despierta dudas: ¿tomar mucha proteína es sano o puede ser contraproducente?

La elevada popularidad de comidas y suplementos proteicos dispara el consumo más allá de lo necesario. Pero ese exceso puede manifestarse con síntomas claros —como alteraciones digestivas, deshidratación o aliento persistente— e, incluso, poner en tensión órganos como riñones o hígado.

La creciente avalancha de productos “proteinificados” —galletitas, panes, postres, bebidas, suplementos— despierta dudas: ¿tomar mucha proteína es sano o puede ser contraproducente?
Especialistas en nutrición advierten que, más allá del marketing, una dieta ya equilibrada suele cubrir las necesidades de este nutriente, y que el exceso puede tener señales evidentes. A continuación, claves para entender cuándo la proteína pasa de necesaria a excesiva.

Uno de los signos más frecuentes de un consumo proteico excesivo es un mal aliento persistente. Esto puede presentarse cuando la ingesta de carbohidratos baja demasiado, llevando al organismo a entrar en un estado de cetosis —utiliza grasa como fuente de energía, lo que suele generar un olor fuerte y seco en la boca.
Los trastornos digestivos también son comunes: en personas que consumen muchas proteínas pero reducen significativamente su ingesta de fibra (frutas, legumbres, cereales integrales), pueden aparecer distensión abdominal, diarrea o, por el contrario, estreñimiento.
Otro indicio de desequilibrio es el aumento de la sed y la deshidratación. El metabolismo proteico genera compuestos de desecho (como urea) que requieren un mayor volumen de agua para su eliminación. Si no se compensa con una ingesta adecuada de líquidos, pueden aparecer síntomas como boca seca, orina concentrada o necesidad de orinar con frecuencia.
Por último, aunque suene contradictorio para quienes buscan bajar de peso o ganar masa muscular, un exceso de proteína puede derivar en ganancia de peso involuntaria. El motivo: las calorías sobrantes —incluso si provienen de proteínas—, si no se queman, se almacenan como grasa corporal.

Cuando el exceso proteico se mantiene en el tiempo, pueden aparecer efectos en órganos clave. Los riñones son los primeros en sufrir: la sobrecarga para filtrar los desechos derivados del metabolismo de las proteínas puede aumentar el riesgo de formaciones de cálculos renales o, en quienes ya tienen problemas, agravar la función renal.
El exceso de proteínas —especialmente si provienen mayormente de carnes rojas o procesadas— también se asocia con un posible aumento del riesgo cardiovascular. Algunos estudios sugieren que dietas altas en proteína animal podrían elevar la incidencia de condiciones como insuficiencia cardíaca o enfermedades del corazón.
En ciertos casos, se señalan riesgos sobre la salud del hígado o alteraciones metabólicas. Por ejemplo, dietas muy altas en proteínas y bajas en otros macronutrientes pueden generar desequilibrios químicos en el organismo, lo que podría repercutir en el bienestar general.
A su vez, quienes abusan de suplementos proteicos o dietas hiperproteicas podrían estar perdiendo nutrientes esenciales —como fibra, vitaminas y minerales—, con efectos negativos sobre la salud digestiva, el equilibrio del microbioma intestinal y la salud a largo plazo.

Para un adulto sano con actividad física moderada, la recomendación habitual se sitúa en unos 0,8 a 1 gramo de proteína por kilo de peso corporal por día.
En ciertos grupos —personas mayores, quienes realizan entrenamiento intenso o están en recuperación muscular— puede justificarse un consumo algo mayor. Pero siempre conviene evaluar la dieta completa: no solo cuánta proteína se ingiere, sino también la presencia de carbohidratos, fibra, frutas, verduras y una adecuada hidratación.
Lejos de depender de productos “proteinificados”, una alimentación balanceada con alimentos naturales —como huevos, pescados, legumbres, yogur natural, frutos secos— suele cubrir las necesidades proteicas. Complementar con fibra y agua ayuda a evitar los efectos adversos del exceso.
La clave para mantener el equilibrio no pasa por maximizar la proteína, sino por adaptar la ingesta a las necesidades individuales —peso, edad, nivel de actividad— y escuchar las señales del cuerpo: digestión, sed, energía, salud renal.