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Crónicas

Con Simón en la cárcel de Coronda (segundo y último capítulo)

Con Simón en la cárcel de Coronda (segundo y último capítulo)Con Simón en la cárcel de Coronda (segundo y último capítulo)

Viernes 16.8.2024
 23:23
Rogelio Alaniz
Rogelio Alaniz

VI

Dos años, dos años y pico, estuve con Simón en la cárcel de Coronda. El último año compartimos la celda. El problema del preso es que dispone de todo el tiempo del mundo, pero ese tiempo está vacío. Ese vacío precisamente es el castigo. El desafío es llenarlo con palabras. Simón y yo nos dimos ese gusto. Yo le contaba películas que recordaba y novelas que había leído; las películas y novelas que me contaba él eran mejores porque las había vivido. De todos modos, los dos aprendimos. Yo aprendí de los azares y las celadas de la calle y de algunos secretos del mundo del hampa; él aprendió de modismos, códigos, giros snob del mundo intelectual. Me lo dijo una tarde, pocos días antes de que yo recuperara la libertad: "Aunque usted no lo crea, Alaniz, usted me ha enseñado mucho y le estoy agradecido". Nunca dejamos de tratarnos de "usted". "Ustedes (Simón pasaba del "usted" al "ustedes" como al descuido, pero él sabía por qué lo hacía, en ese punto sus recursos los hubiera envidiado un novelista) disponen del don de la palabra, y le advierto que quien le pondera estos méritos siempre ha sido reconocido en su ambiente por su labia…pero ustedes me ganan…hablando son capaces de hacer bajar a un pajarito de un árbol, aunque después no sepan qué hacer con el pajarito". En otra ocasión me dijo: "El marxismo es muy complicado para mí, pero más que complicado, me resulta increíble tanto derroche de inteligencia para profetizar acerca de paraísos que hasta un sacerdote se sentiría inhibido para hacerlo con tanta elocuencia y con pinceladas tan diversas". Yo escuchaba, ¿Para qué discutirle? Pensaba que era un caso perdido, aunque ahora, cuarenta años después, no estoy tan seguro de que la razón haya estado de mi parte. "Nunca nos vamos a entender -me dijo en una de esas tertulias que manteníamos a la caída de la tarde, un rato antes de la cena- lo que ustedes llaman explotación yo llamo ganarse el mango; lo que usted llama lucha de clases, yo llamo lucha por la vida; ponderan la virtud del obrero, yo pondero la virtud del sobreviviente; creen en la revolución, yo creo en el delito; ustedes hablan de alienación, yo hablo de la gilería". Yo le respondí: "Estamos en la vereda de enfrente y sin embargo los dos estamos en cana". Sonrió. Simón tenía una manera especial de sonreír, lo hacía como si solo empleara una parte de la boca y esa parte exhibía un leve tono burlón". Después me dijo: "Yo no le voy a dar clases de materialismo dialéctico, pero que los dos estemos presos significa que las contradicciones existen; y dejo a su saber determinar si lo nuestro es una contradicción antagónica o secundaria".

VII

Yo salí en libertad a principios de 1978; después supe que él salió un año después. Pensé que nunca más lo volvería a ver, sin embargo, a fines de los noventa lo encontré de casualidad en Buenos Aires. Plaza Once. Él me vio antes; él siempre veía antes. Estaba más viejo, pero yo también estaba más viejo. Viejo y elegante, a diferencia mía que no era tan viejo y nunca fui elegante. Fuimos a almorzar a un bodegón de calle Rivadavia y en una hora, hora y media, me dio lecciones más perdurables que las que yo pretendía darle en Coronda. Entramos a la penumbra del bar. Simón saludó como al pasar a un par de tipos que tomaban un café en la barra. Después, conversó en voz baja con un flaco que no necesitaba decir que era malandra porque la cara lo vendía, la cara, la manera de fumar y la manera de tomar el pocillo de café. No supe de qué hablaron, pero está claro que el tema de conversación o las tareas a realizar tenían poco y nada que ver con la procesión a San Cayetano. Nos acomodamos a una mesa al lado de la ventana, con avenida Rivadavia a nuestra disposición. Como al pasar, y mientras miraba la carta, me informaba que los de la mesa del lado eran pungas, los que estaban en la mesa de la otra ventana, vendedores de rifas sin premios, más allá estaba la mesa de los escruchantes. "Y los dos tipos que están en el rincón cerca de la barra son canas…y sabe por qué son canas…porque son los únicos que no miraron cuando entramos al bar". Yo lo escuchaba divertido. "Este es mi bar preferido en Buenos Aires, Alaniz, este hospitalario bodegón de Plaza Once; ustedes seguramente se juntan en el bar La Paz o en el Foro de calle Corrientes para hablar de Marx, de Freud o de Foucault". Recuerdo que yo pedí un plato de tallarines y él pidió un revuelto de Gramajo; el vino fue de su elección. Algo estaba por decir cuando me interrumpió: "Conozco, Alaniz, la historia del general Gramajo, su amistad con Julio Roca y la creación de este mejunje, pero una vez más observo que otra de las diferencias entre usted y yo, es que usted para vivir necesita del soporte de un libro hasta para ir al baño. Esa es la diferencia mi estimado: ustedes necesitan un libro para justificar lo que hacen bien o lo que hacen mal; yo necesito de una chequera o de una pistola o de mi labia. Digamos, para hacerla simple, que somos buenos amigos pero leemos libros distintos". Nos despedimos como a las cuatro de la tarde. La cuenta por supuesto la pagué yo. "Para todo lo que le enseñé, Alaniz, los honorarios son baratos".

VIII

Pasaron unos cuantos años sin vernos. De vez en cuando me llegaba alguna noticia suya. Una vez me enteré de que estaba preso en la cárcel de Las Flores. Lo fui a visitar y le llevé una novela que había escrito para esa época. "La voy a leer porque lo respeto, pero se dará cuenta de que un preso como yo necesita de otros obsequios", me dijo. "Es una injusticia de la vida que me venga a visitar a la cárcel de Las Flores, cuando mi lugar de recepción en esta ciudad siempre fue el hipódromo de las Flores". Estaba acusado de un crimen que me aseguró que no cometió. "En los casi cuarenta años de carrera, solo maté dos veces…y le aseguro que esas muertes deben de haber sido uno de los servicios más generosos que presté a la humanidad". En la cárcel de Las Flores estuvo un año, un año y medio. Lo visitaba una o dos veces por mes. También lo visitaba una mujer de la que nunca supe nada ni me dijo nada. Simón siempre vivió solo. No sé si añoraba algún amor o alguna esperanza de amor, pero está claro que la soledad no lo abrumaba. "Muy joven aprendí que ni la familia ni los hijos eran para mí, y que insistir en esas debilidades más que perjudicarme a mí, perjudicaban a personas que pudieron haber cometido el error de quererme". Pensé que si Alberto Fernández lo hubiera escuchado su situación no estaría tan comprometida. Conversábamos en el pabellón y a veces en la celda que la mantenía como una suite de cinco estrellas. "Las minas se enamoran rápido de tipos como nosotros", me escribió no hace mucho, para luego aclarar: "Las minas del ambiente, no las intelectuales que a usted tanto le gusta frecuentar…las minas que le hablo se enamoran rápido, nos dejan más rápido; a nosotros, Alaniz, los únicos que nos tienen algo de paciencia, aunque no lo crea, son los canas. Y son pacientes con nosotros porque les pagamos". En la misma carta decía: "Vengo de un hogar pobre pero decente. No se confunda: yo elegí el delito. ¿Por qué se lo digo? Para probarle que esas teorías que tanto lo seducen a usted acerca de la responsabilidad del capitalismo en opciones de vida como la mía, son giladas. Yo elegí ser malandra, Alaniz…y sería más malandra si le echara la culpa de lo que soy al capitalismo".

IX

Hace un mes me llegó la noticia de su muerte. Con sus ochenta años largos, Simón vendía salud y optimismo, virtudes que, como bien se sabe, no tienen nada que hacer ante un plomo bien puesto. De todas maneras, una mínima esperanza aliento. Alguna vez, tomando un café en el viejo Baviera de la Costanera, me dijo: "Cuando le digan que he muerto o que me han matado no se lo tome a pecho. En mi vida me mataron muchas veces y siempre regresé. Incluso, más de una vez me resultó muy conveniente estar muerto. Así que por lo tanto, Alaniz, nunca pierda la esperanza de que a la vuelta de una esquina, en el banco de un aeropuerto, en la mesa de un bodegón de Plaza de Once, a la salida de una línea de subte o en este bar de Santa Fe desde donde se ve la laguna Setúbal y el Puente Colgante,me encuentre de repente más vivo que Jesús después de la crucifixión".

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