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Crónicas santafesinas

Aquella lejana noche del domingo

Aquella lejana noche del domingoAquella lejana noche del domingo

Jueves 21.9.2023
 4:49
Rogelio Alaniz
Rogelio Alaniz

I

Al Ronco lo encontraron un par de isleños la tarde de un domingo de sol. Estaba muerto, por supuesto. Flotando entre unos camalotes. Llamaron a la policía y a la noche temprano ya se sabía su identidad, e incluso trascendió que un comisario dijo que no iba a perder el domingo a la noche en investigar la muerte de un tipo que, según él, debería haber estado muerto desde hacía rato. Conviene saber que al momento de morir, no recuerdo si en el verano de 1968 o 1969, el Ronco debía de andar por los 60 años, la mitad de los cuales los pasó entre rejas, acusado en la mayoría de los casos de asesinatos y otras bellezas por el estilo. Acerca de sus antecedentes, todos los santafesinos -policías, buscavidas y la runfla de la noche- conocían su pedigrí, no muy diferente al de cualquier delincuente habitual, con un aura que, según se mire, le otorgaba a su personalidad un toque de repugnancia, asombro e incluso admiración, porque el Ronco, bueno es saberlo, pertenecía a una de las familias distinguidas de la ciudad, y él, hasta pasados los 30 años, había sido algo así como un niño bien, con todos los atributos que a ese perfil se le reconocía en esos años. Antes de cumplir 20 años, el Ronco disfrutó de una temporada en la cárcel por la muerte del dueño de un cabaret; muerte en riña -como se decía entonces- sin aclarar que el niño bien, de saco blanco y pañuelo al cuello, peleó mano a mano con el rufián, lo derribó de un puñete y luego procedió a patearlo en el suelo hasta trasladarlo a mejor vida. Después se acercó a la barra, pidió un whisky y pagó una vuelta a los amigos que lo acompañaban y se habían acostumbrado a admirarlo.

II

Yo me enteré de su muerte la mañana del lunes. Estaba con los amigos compartiendo el café de siempre cuando llegó el Gallego y trajo la noticia como si estuviera comentando el resultado de un partido de fútbol. Nosotros lo escuchamos con parecida indiferencia porque, a decir verdad, todos estábamos convencidos de que en algún momento al Ronco lo iban a liquidar porque no se puede andar por la vida buscando deliberadamente que alguien lo mate. El Ronco hacía rato que había dejado de ser el niño bien. Las temporadas en la cárcel, el derroche del patrimonio familiar y el deterioro físico (sus piernas quebradas en un accidente de autos, lo obligaban a trasladarse con unas muletas) habían transformado al niño bien que alguna vez había sido uno de los jóvenes más elegantes de la ciudad, el chico que frecuentaba los clubes sociales y tenía las puertas abiertas de las residencias de las familias más reconocidas de la ciudad.

III

Esa mañana del lunes los muchachos se cansaron de elaborar hipótesis acerca de los motivos de su muerte. Cada uno tenía la suya: una deuda de juego, un cafiso celoso, una banda de Rosario que vino a ajustar cuentas; incluso se habló de su suegro, o su ex suegro, el único tipo en la vida al que el Ronco le tenía miedo. Yo los escuchaba hablar como si oyera llover. Ninguno sabía nada, y no iba a ser yo el encargado de avivar giles. ¿Para qué? No me iban a creer, pero sobre todo iba innecesariamente a comprometer gente, y esas cosas en el ambiente no se hacen, una verdad que a los 20 años recién cumplidos yo la sabía al pie de la letra. Así que me dediqué a balconearla, a dejarlos hablar sin meter bocado, sin decir una palabra acerca de ese asado que se hizo en una casa que no les voy a dar la dirección exacta, pero que estaba y está levantada sobre avenida General Paz. Era un asado que se hizo para reunir alguna gente que andaba vinculada en un negocio que no es necesario decirlo, funcionaría al margen de la ley. Todos los que estaban reunidos allí, unas diez o doce personas tenían con la ley una relación difícil, y todas alguna vez habían pasado una temporada en la cárcel. El Ronco era uno de los invitados. Estaba viejo, una sombra de lo que había sido en otros tiempos, pero esa sombra parece que para algunos menesteres era necesaria. El asador estaba en el patio y alrededor de él los muchachos comentaban las alternativas del negocio. Había vino, cerveza y un par de botellas de whisky. A Javier, el dueño de casa, le gustaba agasajar a los amigos y todo: la carne, las achuras y las bebidas, eran de primera calidad. En el patio estaban estacionados tres o cuatro autos, dos de ellos seguramente robados, pero ese era un detalle que a nadie le importaba demasiado. Desde algún lugar llegaban los acordes de un tango, porque a todos, a todos sin excepción, esa era la música que gustaba. Por supuesto, no había mujeres. Era lo que se dice una reunión de hombres para hablar cosas de hombres.

IV

El Tano fue uno de los últimos en llegar. Era amigo, muy amigo del dueño de casa. Simpático, divertido, vestido de punta en blanco. Había salido de la cárcel hacía unos meses; dos años en gayola por un barullo vinculado con autos robados. Ahora había sido convocado a esta reunión atendiendo a sus habilidades en el tema. El Tano era respetado, pero algunos de los presentes le desconfiaban porque cuando se ponía en curda, y lo hacía con bastante frecuencia, "no servía para nada", como se decía en esos tiempos de esos curdas a los que, en lugar de manejar ellos a la botella, la botella los manejaba a ellos. Ahora los muchachos están comiendo el asado en la galería, Alguien ha preparado las ensaladas y alguien se jacta de las virtudes de un chimichurri preparado para la ocasión. De vez en cuando alguno se levanta a buscar hielo o alguna botella en la heladera. El Tano y el Ronco conversan en voz baja en el escritorio de Javier. Nadie sabe por qué se han separado del grupo, pero después se sabrá que la conversación entre ellos ha comenzado cuando el Tano le preguntó al Ronco sobre el tema que estaba interpretando en el piano, porque, importa decirlo, el Ronco era un estropicio, pero en homenaje a su educación de niño bien, le gustaba tocar el piano y, según los entendidos, no lo hacía nada mal.

V

Deben haber sido las diez o, a más tardar, las once de la noche cuando Javier, el dueño de casa, escucha algo. Se levanta de la mesa y va al escritorio. Al rato regresa desencajado y le dice a Paco, el muchacho que vive con él en esa casona enorme de General Paz adquirida gracias a los chanchullos de un abogado que alguna vez fue rector de una universidad argentina, que el Ronco está muerto y que el Tano, totalmente zarpado por el alcohol y, como dice el tango, "algo más", le ha pegado dos tiros luego de una discusión por estupideces que fue elevando el volumen hasta este desenlace; un desenlace absurdo que en su banalidad era el que Ronco se merecía, porque, a decir verdad, hacía tiempo que andaba buscando una bala a la que encontró disparada por el Tano en medio de una discusión estúpida. Por el mismo Tano que ahora dormía la mona en el sillón. Lo demás fue lo previsible. La mayoría de los invitados se hicieron humo porque todos, quien más quien menos, tenían deudas con la justicia. Se quedaron Javier, el dueño de casa, Paco y un tipo más. No hubo muchas deliberaciones. Entre los tres lo subieron al Tano a un auto y lo trasladaron hasta el río. No viene al caso entrar en detalles macabros, pero lo cierto es que así fue como sucedieron las cosas. Esto ocurrió el domingo a la madrugada, entre las tres y las cuatro de la mañana. Ese mismo domingo a la tarde unos isleños encontraron el cadáver del Ronco. ¿Por qué conozco estos detalles? Como de lo que les cuento han pasado más de cincuenta años puedo decirlo con la tranquilidad de conciencia que me da saber que la causa está prescripta, porque todos, o casi todos los que compartieron ese asado en la casa de calle General Paz han muerto, algunos de viejos y otros por esas cosas que a la gente de la noche le ocurren en la vida. ¿Qué es lo que puedo decir? Que yo estuve esa noche allí… Que yo escuché el ruido de los disparos, y que yo fui uno de los que se quedó con Javier y Paco para ayudar a que los restos del Ronco descansen en paz en uno de los tantos arroyos que rodean a nuestra ciudad cordial.

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