Estanislao Giménez Corte INTROITO Más que agobiarnos en recurrentes adjetivaciones, que no harían más que sumarse a las cientos o miles que han adornado las páginas escritas sobre Les Luthiers desde la mitad de la década del ´60 a la actualidad, este cronista pretende hacer justicia con el quinteto -que anoche presentó con excelente asistencia de público la primera de las tres (!) funciones de "Los Premios Mastropiero" en el estadio cubierto de Unión (las otras son hoy y mañana, 21.30)-, ensayando una síntesis de los tópicos o "hitos" más destacables de esta puesta estrenada en 2005, acaso como la mejor manera de que se entienda porqué estos veteranos hombres de tablas siguen despertando, unánimemente, el aplauso de un público exigente y una prensa a menudo despiadada. La risa obtenida a partir del cuestionamiento o del desafío (por ejemplo, mediante la explotación de los múltiples vericuetos del lenguaje), casi como un ejercicio al que se someten a períodos regulares, parece ser la receta del grupo. Y es, a la vez, un modo de responder con transpiración al peso de la fama que los precede. MASTROPIERO EN CUATRO INSTANTÁNEAS En primer lugar hay que decir que, como sus seguidores lo saben, el peso actoral de sus puestas recae en Marcos Mundstock -extraordinario presentador y locutor, pero además un experto de la entonación y los silencios- y Daniel Rabinovich -carismático actor, un representante del humor gestual-. Juntos se llevan lo mejor de la obra. Dos diálogos antológicos lo confirman. El primero, un delirante intercambio a propósito de las características de la obra "Otelo", de Shakespeare, en el que Mundstock, el supuesto entendido, entremezcla personajes y situaciones de otras obras del célebre inglés -"Hamlet", "Romeo y Julieta"- para ilustrar a Rabinovich, un torpe acompañante que cuestiona todo como un niño. El trasfondo del episodio es la crítica a las (malas) adaptaciones, tan en boga en la industria televisiva que juzga ácidamente el espectáculo. El otro es una discusión más que absurda a propósito de las musas, y de los errores de dicción o conceptuales que llevan a Rabinovich/ Mundstock a una performance de las más altas del show. En segundo lugar, quizás la escena más lograda luego de estos diálogos sea "Los Milagros de San Dádivo", donde -una vez más-, Mundstock lleva las riendas de la actuación en gran forma, aunque secundado por un preciso guión y el "coro" integrado por Carlos Núñez Cortés, Jorge Maronna y Carlos López Puccio, la parte musical del grupo. Las súplicas al patrono y sus derivaciones conforman un cuadro espectacular. En tercer lugar, es importante señalar que cada una de estas representaciones está intercalada por, justamente, las entregas de premios en sí. Los rubros son diversos, los discursos variados, y hay algunas piezas mejores que las otras, pero en el fondo, estos sketchs mínimos sirven para darle dinamismo y continuidad a la puesta. Léase: están bien utilizadas, cumplen una función. Pero no son lo mejor de la obra y algunas pecan de obvias. A su vez, en cuarto lugar, muchas de las entregas se hallan atravesadas por números musicales que, como se sabe, conforman "la otra pata" de los espectáculos de Les Luthiers. Allí destacan, claro, López Puccio, Maronna y Núnez Cortés. Desde "El desdén de Desdémona" a "Juana Isabel", las composiciones repiten historias de fracasos amorosos o terribles malentendidos, a veces con exquisitas interpretaciones y cuidados arreglos. Tal vez lo más logrado sea "Valdemar y el hechicero", sin contar con el gran número final ("Van Huten..."), en el que hace su aparición el famoso Alambique Encantador, instrumento de enorme porte que enmarca la despedida. CONCLUSIÓN (resignada) A poco de enviar el texto, este cronista observa, en la lectura final, que ha servido de poco aquella introducción. Con malas artes para el disimulo, habrá que asumir que he sido ganado por la gracia sutil y trabajada de Les Luthiers. E, incuestionablemente, he tropezado, una y otra vez, con los adjetivos. No queda otro consuelo que pensar que los merecen. Conservar la magia y trabajar para que el asombro siga siendo tal, durante cuatro décadas, no es faena para cualquiera.































