Queridos Amigos. ¿Cómo están? ¿Cómo se encuentran? Este domingo celebramos la Fiesta Patria, un nuevo aniversario de la Revolución de Mayo, recordando el grito sagrado de la Libertad. Y en un día tan especial, queremos alabar a Dios por la patria que tenemos y preguntarnos: ¿qué clase de ciudadanos somos? ¿qué aportamos a la verdadera felicidad de nuestro País?
A la vez, al transitar el Quinto Domingo de Pascua es bueno preguntarnos también: ¿cómo seguimos a Jesús en estos tiempos tan "cambiados y cambiantes"?
Es bueno interpelarnos si somos cristianos auténticos, coherentes y comprometidos con la Iglesia, con la patria y con la sociedad de hoy, porque no podemos anunciar al Dios de la vida y permanecer neutrales ante tantas situaciones escandalosas de pecado, de pobreza, de corrupción que se dan en nuestro país.
Triste sería quedarnos con la liturgia, por más bella que sea, en el templo, sabiendo que Jesús está sufriendo de mil maneras en las innumerables personas de la "calle".
El papa Pablo VI, en su encíclica Populorum Progressio (ver aparte), afirmaba contundentemente: "Uno de los dramas de la Iglesia y de los cristianos del siglo XX es el divorcio entre la doctrina cristiana y la vida. Hay una distancia muy grande entre lo que se anuncia y lo que se vive".
Y Francisco, recientemente fallecido nos decía: "Lo que más me preocupa es la apatía, pasividad y la falta de iniciativa de parte de muchos cristianos". ¿La afirmación es fuerte? Sí, pero lamentablemente en muchos casos verdadera.
"El que recibe mis mandamientos y los cumple, ese es el que me ama". Jesús es claro: nuestra fe debe tener una expresión concreta. En el capítulo siete de San Mateo, nos dice: "En el día del juico muchos me dirán: Señor, Señor, profetizamos en tu nombre, y en tu nombre arrojamos los demonios".
Hoy agregaríamos: ¿No íbamos al templo, no organizamos los eventos, las procesiones y las celebraciones? "Yo les diré entonces: No los conozco. Aléjense de mí". Lo que determina si somos cristianos verdaderos, discípulos de Jesús, no es el nombre, no es el rótulo que nos ponemos, sino nuestro modo de actuar y de vivir.
Anthony de Mello (1931-1987), el sacerdote y jesuita de la India, en unos de sus libros cuenta la siguiente historia: "Ante el juez celestial aparece un hombre diciendo. Mira Señor, yo soy una persona buena y fiel cristiano: Yo no he matado a nadie, no he robado, no he mentido. Mira, mis manos están limpias. Sí, dijo el Señor, tus manos están limpias, pero también vacías".
Es como decir: amigo, te has pasado la vida sentado, acostado, de brazos cruzados. Qué pena. Y sin embargo son muchos los que viven y mueren sin haber vivido una vida plena y sin jugarse por los demás.
"El que recibe mis mandamientos y los cumple, ese es el que me ama". Los textos bíblicos de hoy no nos dejan tranquilos, nos exigen una respuesta concreta y un examen de conciencia muy serio.
Si en nuestro continente latinoamericano, en su mayoría cristiano, hay tantas injusticias, corrupción, mentiras, violación de los derechos humanos... ¿No será porque los que se llaman cristianos, en cuanto a su modo de actuar y vivir, no lo son?
En "A Diogneto" se nos dice (*): "Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje. Siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo lo demás y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble".
Lo que contagia, lo que atrae, no es la doctrina, no es el culto, sino el testimonio. Incluso Albert Schweitzer, médico y filósofo de origen francés, que pasó la mayor parte de su vida en África, sentencia diciendo: "El testimonio no es lo más importante para influenciar a otros, es lo único".
Pensemos por unos minutos sobre nuestra práctica de los mandamientos y nuestro seguimiento de Jesús. Porque tal como está el mundo de hoy, no alcanza con evitar el mal, teniendo las manos limpias. El Señor nos pide que tengamos nuestras manos gastadas, llenas de obras buenas, obras de amor realizadas para el bien de nuestros hermanos más necesitados. Que Dios nos bendiga.
(*) "A Diogneto" es una obra de la apologética del cristianismo, escrita, quizás, en las postrimerías del siglo II. Pieza singular de la literatura cristiana, su autoría, adjudicada principalmente a San Cuadrado de Atenas, está bajo estudio desde hace siglos.
"El desarrollo de los pueblos"
La encíclica Populorum progressio, "El desarrollo de los pueblos", fue escrita por el papa Pablo VI, Giovanni Battista Montini (1897-1978), y publicada el 26 de marzo de 1967.
Compuesta de dos partes, "Por un desarrollo integral del hombre" y "El desarrollo solidario de la humanidad", está dedicada a la cooperación entre los pueblos y al problema de los países en vías de desarrollo.
En ella, Pablo VI denuncia que "el desequilibrio entre países ricos y pobres se va agravando, critica al neocolonialismo y afirma el derecho de todos los pueblos al bienestar".
Además, presenta una crítica al capitalismo y al colectivismo marxista. Finalmente propone la creación de un fondo mundial para ayudar a los países en vías de desarrollo.
Es una de las más famosas e importantes pastorales de Pablo VI, aun cuando en su momento fue objeto de debates -en cuanto al derecho de los pueblos a rebelarse incluso con la fuerza contra un régimen opresor- y críticas por parte de los ambientes más conservadores.
Si bien la encíclica motivó la fundación del movimiento Misioneros Siervos de los Pobres del Tercer Mundo, por ejemplo, Montini siempre negó que fuera el aval para instigar revoluciones y propiciar el uso de la fuerza para cambiar las condiciones económicas imperantes.
La economía del mundo debía servir a la humanidad y no solo a unos pocos.
Por eso toca una variedad de principios tradicionales de la enseñanza social católica: el derecho a un salario justo, el derecho a la seguridad del empleo, el derecho a condiciones de trabajo justas y razonables, el derecho a afiliarse a un sindicato y la huelga como último recurso, y el destino universal de los bienes y mercancías.
La Populorum progressio opina que "la paz real en el mundo está condicionada a la justicia". Paulo VI repite en ella las demandas expresadas en Bombay (India) en 1964, donde plantea a gran escala una Organización Mundial para el Desarrollo, como cuestión de justicia y paz internacionales.