Rogelio Alaniz
De Massera se ha dicho todo lo que se tenía que decir: déspota, psicópata... los adjetivos pueden prolongarse hacia el infinito. Sin dudas que el hombre ha hecho méritos para ganarse ese lugar en la historia, y las notas que se publican por estas horas, con motivo de su muerte, arrojan al respecto una sorprendente unanimidad.
Su estampa y su sonrisa gardeliana -que él llegó a creer peronista- pero sobre todo su ambición perversa, lo llevaron a programar un proyecto de poder que fracasó en toda la línea, pero que en su momento llegó a ser inquietante. De esos tres comandantes que el 24 de marzo anunciaron el Golpe de Estado, dos eran orondas mediocridades, pero Massera intentó ser otra cosa.
Sus ambiciones políticas lo transformaron a los pocos meses del Golpe en el militar más odiado del Ejército. Ni su amistad con Suárez Mason o su temible eficacia para llevar adelante la lucha contra la subversión lograron beneficiar su imagen. Al rechazo de militares como Videla o Viola, se sumaba el rechazo del establishment económico: Martínez de Hoz y Alemann lo detestaban, y éste último le atribuyó ser el autor intelectual de la bomba que le colocaron en su casa.
Sus ambiciones políticas no lo humanizaron, todo lo contrario. Siempre se jactó de ser implacable. Galimberti decía que cuando Massera quería conversar con alguien lo secuestraba. No exageraba demasiado. Secuestraba y mataba. Lo hacía con los subversivos -lo cual era previsible- pero también lo hacía para ganar espacio en las feroces luchas internas castrenses. Los secuestros y muerte de Hidalgo Solá, Elena Holmberg y Fernando Branca entre otros, probaba que la pasión por matar Massera no la reservaba exclusivamente para los subversivos.
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