Abraham Lincoln es austero. No le interesa la riqueza ni el boato de la riqueza; viste ropas modestas, no se le conocen vicios y sus gustos son sencillos: la pipa, un libro, una caminata con su mujer o los amigos. Foto: Archivo El Litoral
Abraham Lincoln es austero. No le interesa la riqueza ni el boato de la riqueza; viste ropas modestas, no se le conocen vicios y sus gustos son sencillos: la pipa, un libro, una caminata con su mujer o los amigos. Foto: Archivo El Litoral
Rogelio Alaniz Para poner punto final a la esclavitud hacía falta aprobar una ley que necesitaba de los dos tercios de los senadores. Lincoln sabía que era necesario sobornar a doce o quince legisladores de la oposición y no vacilará en hacerlo. Disponía para ello de un equipo de operadores que se encargarían de hacer el trabajo sucio. La película de Spielberg detalla algunos episodios, y se divierte mencionando algunas anécdotas pintorescas de la corrupción dominante en esos años. Las sesiones comienzan y todo parece indicar que Lincoln se saldrá con la suya. Sin embargo, la estrategia parece venirse abajo cuando apenas iniciada la sesión un legislador opositor alude a la comisión pacificadora enviada por las autoridades políticas sureñas. La moción es convocar a un cuarto intermedio y postergar el debate. Los propios republicanos conservadores parecen adherir a esa moción. A los operadores de Lincoln no se les escapa que si esto sucede nunca más será posible redactar una ley en contra de la esclavitud. Dos de ellos salen corriendo para hablar con el presidente que sigue los acontecimientos desde su casa. Entonces no había autos ni teléfonos celulares. Lincoln escucha a los emisarios y escribe una nota en la que asegura no tener conocimiento de la llegada de los comisionados. Es una mentira grande como una montaña. Uno de sus colaboradores se lo recuerda y entonces Lincoln le saca la carta que tenía en la mano y se la entrega al otro emisario que la recibe y sale corriendo en dirección al Congreso. Cuando en la sala se lea el mensaje de Lincoln, un diputado opositor lo acusará de abogado leguleyo. La imputación es verdadera. Lincoln es un maestro en esas operaciones. Años de abogado itinerante, años de lidiar en juicios con testigos reales y falsos, años recurriendo a la astucia y a la simulación para convencer al jurado o a los jueces, lo han dotado de reflejos veloces para salir del paso, siempre con elegancia, sin perder el humor y sin perder el sueño por sus pequeñas engañifas. Antes de ser presidente, y mucho antes de imaginarse que alguna vez iba a estar en la Casa Blanca, Lincoln se destacaba por su sentido práctico, un humor que podríamos calificar de chestertoniano si no fuera tan genuinamente norteamericano, su conocimiento de las debilidades, miserias y fortalezas del alma humana y su talento para narrar historias que iluminaban con luz propia una escena. Como Jesús, Lincoln se expresaba a través de parábolas. Su sabiduría residía en el dominio de ese arte que solo se adquiere cuando se dispone de una notable inteligencia y calle, mucha calle y estaño. Desmontada la maniobra esclavista del cuarto intermedio, los senadores pasaron a la votación. Allí se reprodujeron las previsibles escenas de protesta cuando los sobornados cambiaron su voto. Los insultos, los gritos destemplados se pusieron a la orden del día. Sin embargo, la votación continúa y cuando se cuentan los votos queda claro que la enmienda trece ha sido aprobada y la esclavitud como sistema político y económico de dominación ha llegado a su fin en Estados Unidos. Imagino los comentarios que se harán al respecto. Estarán los que encogiéndose de hombros dirán que esto demuestra que todos los políticos son corruptos y que la política es corrupta por definición. Los políticos tramposos por su parte se sentirán liberados de culpas. Si Lincoln arma esas tramoyas -comentarán con sus amigos- bien podemos hacerlas nosotros. ¿Es así? ¿No hay ninguna otra consideración para hacer al respecto? ¿Lincoln es un político tramoyero más, que corrompe a legisladores? El razonamiento en ese sentido parece ser lineal. Si Lincoln hace trampas o Lincoln es corrupto, quiere decir que está permitido hacer trampas y corromperse. Creo que el tema amerita debatirse. Un punto de partida pude ser el momento de la película en que el senador abolicionista, quien, por decirlo de alguna manera, siempre lo corrió a Lincoln por izquierda, dice algo así: “La ley más importante de la historia de Estados Unidos acaba de ser aprobada gracias a la ayuda de la corrupción promovida por el presidente más pobre de América”. Veamos lo que dice Stephens así se llama el senador. En primer lugar, dice lo obvio, pero esa obviedad merece destacarse. Se trata de la ley más importante de la historia de Estados Unidos. La norma sanciona la libertad de los esclavos. El mundo contemplará asombrado esta decisión y uno de los europeos que con más entusiasmo felicitará a Lincoln es un periodista que se gana la vida como corresponsal y que responde al nombre de Carlos Marx. Lo curioso es que Lincoln no sólo acepta las felicitaciones del hombre que está escribiendo “El Capital”, sino que le contesta. El dato es curioso porque Lincoln no tiene nada que ver con el comunismo o el marxismo, su formación política es la de un colono americano formado en ideas liberales y conservadoras y todo ello teñido de una enorme dosis de sabiduría práctica. Pero Stephens dice algo más. La ley ha sido aprobada gracias a la corrupción. Es decir, que un liberal de formación puritana como la suya no ignora que se ha hecho trampa, pero ella se atenúa con el tercer enunciado de su frase: la corrupción fue promovida por el hombre más pobre de América. Se trata de un reconocimiento al “honrado Abe” como era conocido en Springfield y será conocido luego en todo Estados Unidos. Porque Lincoln es austero, no le interesa la riqueza ni el boato de la riqueza; viste ropas modestas, no se le conocen vicios y sus gustos son sencillos: la pipa, un libro, una caminata con su mujer o los amigos. O sea que lo que se termina de aprobar no es una ley para hacerles el favor a unos empresarios amigos o para enriquecer a algún funcionario. Todo lo contrario. Y la maniobra es perpetrada no por un millonario o un presidente que no puede explicar cómo hizo su fortuna en el poder. Por lo tanto no hay coartadas morales, de esas que suelen ser tan típicas de nuestra picaresca criolla. Lincoln no roba para la Corona ni opera con la Banelco para aprobar leyes miserables. El objetivo que se propone es de tal grandeza que no puede ni debe eludirse porque un puñado de legisladores mediocres se opongan. El prolongado y desgastado debate entre ética de las convicciones y ética de las responsabilidades adquiere rigurosa actualidad. Lincoln actúa en nombre de la responsabilidad, se hace cargo ante la historia de las decisiones que toma por más que los recursos que tenga que emplear para lograr esos fines no lo terminen de convencer del todo. ¿Y quién definirá cuándo una ley es tan, pero tan importante que justifica sobornar diez o quince legisladores? ¿Aprobar la conducta de Lincoln, no es acaso una señal de luz verde para que los políticos sinvergüenzas se pongan el parche en el ojo sin culpas ni disimulos? ¿Quién decide por lo tanto- cuándo una ley es trascendente? Invocar a la historia, podría ser una respuesta posible. En efecto, es la historia la que lo absuelve a Lincoln de su pequeña picardía, porque hasta la película de Spielberg nadie se acordaba del detalle de los sobornos, pero todo el mundo sabe que en 1865, en Estados Unidos, se aprobó una ley que puso fin a la esclavitud. Se dirá que la historia justifica hacia el futuro pero no da, no puede dar, lecciones en tiempo presente. Puede ser. Un político tramposo puede invocar la historia o un político fanático invocar la justeza de su causa para justificar sus acciones. Sin embargo, contemplado el dilema desde un punto de vista práctico, habría que decir que las grandes leyes, aquellas que marcan un antes o un después en la historia de una nación, son visibles en el acto y los contemporáneos saben muy bien lo que están tratando. Nadie en aquellos días ignoraba que en Washington se estaba por sancionar una ley trascendente. Lo trascendente en este caso era liberar a los esclavos y el soborno de un puñado de legisladores era moralmente irrelevante al lado de la grandeza del objetivo. Lincoln al dilema lo tuvo claro desde el principio y lo resolvió con su habitual talento. Su decisión de firmar la paz, asegurar la unión de los norteamericanos, una unión que alcanzara a todos, a vencedores y vencidos, a blancos y negros, fue el gran logro de su presidencia. Haciendo lo que hacía, cumplía con lo que había defendido toda su vida, con lo que había prometido en la campaña electoral y con lo que había expresado el 19 de noviembre de 1863 en el cementerio de Gettysburg, donde fueron enterrados los ganadores y los perdedores de esa dura batalla. Dijo entonces bajo un cielo plomizo y una llovizna persistente: “Nos corresponde a nosotros afirmar aquí que estos muertos no murieron en vano, que esta Nación, con ayuda de Dios, tendrá un nuevo nacimiento en la libertad y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá de la faz de la Tierra”.




