En nuestra primera entrega sobre este tema decíamos que despreciar o pretender anular la figura paterna es, en última instancia, un acto de autosabotaje social, una renuncia a una de las fuerzas más potentes y necesarias para la formación de individuos libres y sociedades cohesionadas. Justamente, la mencionada denigración ideológica sobre la figura del padre no se ha limitado al ámbito discursivo, sino que se ha incrustado violentamente en la realidad social, dejando una estela de daño y dolor palpable y concreto en la vida de muchos hombres y sus hijos. Las consecuencias de esta campaña de desprestigio se manifiestan en escenarios judiciales, en la dinámica familiar y en la percepción pública, generando una profunda distorsión del vínculo paterno-filial.
Uno de los ejemplos más lacerantes de este daño se observa en el distanciamiento y la alienación parental, a menudo facilitados o exacerbados por procesos judiciales. En innumerables ocasiones, tras una separación conflictiva, se instrumentaliza a la justicia para alejar a los hijos del padre. Esto puede manifestarse a través de la obstrucción sistemática del régimen de visitas, la negativa a cumplir con los acuerdos de tenencia o, incluso, la promoción activa de un rechazo irracional hacia el padre por parte de la madre. Aunque el concepto de alienación parental es debatido en el ámbito psicológico, sus manifestaciones en la práctica son innegables: niños que, sin razón aparente, se niegan a ver a sus padres, repiten acusaciones sin fundamento o expresan un miedo infundado hacia ello, sembrando una brecha emocional que suele ser irreparable.
El sistema judicial, totalmente corrompido y degenerado, en su afán de proteger a la "parte más vulnerable"- a menudo interpretada automáticamente como la versión de la madre-, se convierte en cómplice de esta fractura, al no actuar con la contundencia y objetividad necesaria ante la evidencia de manipulación o impedimento de contacto. Aunado a todo esto, las falsas denuncias emergen como una de las herramientas más perniciosas utilizadas para destruir la reputación y la relación del padre con sus hijos. En un contexto de creciente sensibilización sobre la violencia de género, algunas personas, amparadas en la presunción de veracidad que a menudo acompaña a estas acusaciones, recurren a imputaciones infundadas o falsas de violencia, abuso o incumplimiento, para obtener ventajas en litigios de familia o simplemente para aniquilar la figura paterna en cada caso particular.
Estas denuncias, incluso cuando posteriormente se demuestran falsas, dejan una huella indeleble. El proceso judicial en sí mismo es una condena social que implica el escarnio público, la pérdida del empleo, el estigma social y, lo más doloroso, la suspensión o limitación inmediata del contacto con los hijos. Como bien apuntaba el sociólogo y filósofo Jean Baudrillard en su crítica a la simulación y la hiperrealidad, "la realidad se ha convertido en una imagen, un signo, y no en un referente de algo que se ha producido en el mundo real" (Baudrillard, J. Cultura y Simulacro, 1978, página 7). Pues bien, en el ámbito de estas acusaciones, la "realidad" construida por la denuncia falsa, la imagen que proyecta, anula la verdad objetiva y condena al individuo en el plano simbólico, independientemente de la absolución legal posterior.
Finalmente, tenemos que mencionar las campañas difamatorias en las redes sociales o en círculos personales, que complementan este asalto sistemático a la figura paterna. Espacios que deberían ser de conexión se convierten en foros de linchamiento, donde la imagen del padre es pulverizada mediante la difusión de rumores, acusaciones no verificadas y juicios sumarios. Estas campañas buscan aislar al padre, minar su autoridad ante sus hijos y ante la comunidad y destruir cualquier posibilidad de una relación sana. La facilidad con la que se viralizan estas narrativas, sin la necesidad de pruebas o del debido proceso, crea un ambiente de "justicia paralela" que es devastador para el padre afectado. Así, amigos míos, la posverdad, concepto tan acuñado en nuestros tiempos, encuentra en estas prácticas un terreno fértil, donde las emociones y las creencias priman sobre los hechos objetivos, y donde la reputación de un padre puede ser demolida sin un juicio justo, simplemente por la fuerza del relato prevalente que la moda progre avala sin miramientos.
En suma, el discurso de deconstrucción del padre no se queda en la teoría. Se materializa en acciones concretas que, al amparo de ciertas lecturas ideológicas y a través de mecanismos legales o sociales pervertidos, despojan al padre de su lugar, de su dignidad y, trágicamente, del irrenunciable derecho a ejercer una paternidad plena y amorosa. Este es el precio de abrazar irracionalmente una ideología que, en su radicalidad, confunde la lucha por la igualdad con la aniquilación de uno de los pilares esenciales de la vida familiar.
Para terminar, queridos lectores, la crítica esbozada a lo largo de este texto no es un lamento nostálgico por un pasado idealizado, ni una negación de los avances en materia de igualdad de género. Es, en cambio, una crítica frontal a una ideología que, en su afán de deconstrucción radical, ha despojado a la figura del padre de su dignidad, de su valor intrínseco y de su innegable función social. El progresismo decadente, en su vertiente más dogmática (es decir, la que más financiamiento ha recibido) ha contribuido a un desprecio sistemático de la familia como institución fundamental y ha marginado el rol del padre, concibiéndolo como una reliquia de un patriarcado opresor ya inexistente, en lugar de reconocer su potencial transformador y fundante.
No es momento de sumarse al coro que busca disolver las identidades y los roles en una indistinción que empobrece. Es el momento de reivindicar al padre, no como un vestigio del pasado, sino como una necesidad imperiosa del presente y del futuro. Es hora de restaurar la confianza en la masculinidad sana, aquella que se construye sobre la responsabilidad, la protección, el ejemplo y el amor incondicional.
La familia, en su diversidad de formas, sigue siendo el crisol donde se forjan las futuras generaciones, y en ese crisol, la figura del padre, con su autoridad amorosa y su perspectiva única, es irremplazable. Negar este rol, o reducirlo a la caricatura de un opresor, es debilitar el tejido social y privar a los hijos de una de las brújulas más importantes para navegar la complejidad de la existencia humana. Por ello, reivindico al padre, en su autenticidad y su potencia, como un pilar fundamental para reconstruir un mundo más íntegro y menos líquido.
(*) Docente, escritor y filósofo sanjuanino. La primera parte de esta entrega fue publicada en la edición de El Litoral del viernes 13 de junio de 2025.