Zeus, el rey de los dioses del Olimpo griego (Júpiter para los romanos) fue la explicación divina del rayo hasta que Benjamín Franklin -en el siglo XVIII- demostró que la nube y el rayo estaban constituidos por cargas eléctricas.
Entre las cargas negativas de las nubes y la positiva de la tierra, los pararrayos son nuestra única posibilidad de protección técnica. Jorge Acosta, licenciado en Física y titular de una fábrica de pararrayos en Lanús (LPD, Lightning Protection Devices) aclara sin embargo que los equipos no tienen gran alcance de cobertura.
“En el mejor de los casos la protección es en un radio de 70 ú 80 metros para los pararrayos de tipo activo”, que poseen “dispositivos de cebado que mejoran la captación, se anticipan, y eso redunda en un radio de protección más amplio”.
Pero la mayoría de los aparatos que poseen nuestras ciudades no difieren de lo que básicamente diseñó Franklin. El dispositivo más común es una barra captora sobre un punto alto (edificio, iglesia) con una descarga a tierra mediante jabalinas o electrodos.
El rayo es un “flash” de corta duración, pero en promedio conduce 30 mil amperes (algo así como la energía necesaria para 30 mil TV encendidos). Sin embargo el fenómeno puede llegar hasta 300 mil amperes en casos excepcionales.
Si el rayo no encuentra un conducto a tierra, recorre la superficie y causa desastres. Por eso, sin el pararrayos de Franklin, los científicos y racionalistas sacan cálculos probabilísticos, mientras los creyentes buscan refugio y elevan plegarias, a falta de un pararrayos de mayor radio de acción.

































