“El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuo: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio”
Italo Calvino (Las ciudades invisibles)
Hay palabras que se desgastan de tanto pronunciarlas sin pensar. “Habitar” podría ser una de ellas. La usamos como si fuera sinónimo de “vivir en”, como si bastara con tener un techo y una puerta para afirmar que habitamos el mundo.
Pero lo cierto es que habitar implica mucho más que ocupar un espacio: es tejer vínculos, resignificar el entorno, sostener una forma de estar en el tiempo, incluso cuando ese tiempo se tambalea. Hoy, la arquitectura se enfrenta a un dilema que es, al mismo tiempo, material y metafísico: ¿cómo diseñar espacios para un mundo que se está deshaciendo bajo nuestros pies?
El cambio climático, la escasez energética, la automatización del trabajo, la inteligencia artificial, las nuevas formas de desplazamiento humano y no humano; todo esto no es el argumento de una novela distópica, sino el plano general de nuestro presente. Este ensayo no pretende hacer futurología, sino ofrecer una lectura crítica y proyectiva:
Pensar cómo la arquitectura puede o debe responder a estos desafíos sin resignar su dimensión poética y su ética. ¿Nos preguntaremos qué significa habitar el futuro cuando ya no podemos habitar como lo hacíamos? ¿Cuándo los límites físicos, políticos y biológicos del mundo han cambiado su forma, su lógica y su temperatura?
¿Qué arquitecturas nos esperan? ¿Qué espacios serán posibles, necesarios o deseables? Y sobre todo: ¿podremos seguir diseñando con humanidad, cuando lo humano se vuelve una pregunta más que una certeza?
El colapso como contexto: arquitectura en estado de emergencia
Vivimos en una época en la que el colapso ha dejado de ser una hipótesis catastrófica para convertirse en un horizonte habitual. El cambio climático, la crisis energética, el agotamiento de recursos, las migraciones forzadas, las pandemias, la disolución de los vínculos sociales y el ascenso de inteligencias no humanas - todos estos fenómenos configuran un escenario en el que habitar se vuelve, más que nunca, una cuestión radical.
La arquitectura, lejos de estar exenta de este proceso, es una de sus expresiones más sensibles. Porque cuando el mundo se desmorona -literal o simbólicamente- lo primero que se transforma es la manera de vivir en él. Ya no basta con diseñar edificios funcionales, sostenibles o bellos.
Es necesario pensar estructuras capaces de sostener la vida en condiciones extremas, de resistir, de adaptarse, incluso de proteger el último vestigio de humanidad. Pero este diagnóstico no puede derivar en parálisis ni en desesperanza. Más bien al contrario: la arquitectura, precisamente porque trabaja con lo posible, está llamada a imaginar alternativas.
No se trata de construir búnkeres ni cápsulas de escape, sino de proyectar formas de habitar que respondan con dignidad y sensibilidad a la complejidad del presente. Así como el Renacimiento surgió tras la peste y la Ilustración en medio de guerras, hoy nos toca pensar desde la ruina y no a pesar de ella.
Diseñar en tiempos de colapso implica una doble tarea: comprender el alcance de la crisis sin ceder al nihilismo, y sostener la capacidad de imaginar mundos cuando el mundo parece resquebrajarse.
Posthumanismo y espacio: habitar sin cuerpo
La historia de la arquitectura es, en gran medida, la historia de cómo el ser humano se ha vinculado con su cuerpo. Medimos el espacio con él, lo organizamos en función de sus necesidades, sus proporciones, sus límites. Desde el módulo de Vitruvio hasta Le Corbusier, el cuerpo ha sido el canon. Habitar era, ante todo, encarnar.
Pero, ¿qué ocurre cuando el cuerpo - ese fundamento biológico del habitar - comienza a desdibujarse? La revolución digital, las realidades aumentadas, la telepresencia, los entornos virtuales e incluso las proyecciones del transhumanismo y la inteligencia artificial desafían el concepto tradicional de espacio arquitectónico.
Ya no se trata solo de construir para alojar cuerpos, sino de diseñar entornos para conciencias distribuidas, para datos, para inteligencias no orgánicas. Este desplazamiento no es menor. La pregunta ya no es únicamente cómo habitaremos, sino quién o qué será el habitante del futuro.
¿Serán cuerpos humanos adaptados a condiciones extremas? ¿Serán entidades híbridas entre biología y tecnología? ¿Serán formas de inteligencia artificial que no necesiten atmósfera, ni luz, ni calor? Ante este escenario, la arquitectura se ve desafiada a pensar más allá del hormigón, el vidrio y la madera.
Se nos impone la necesidad de imaginar lo que aún no existe: dispositivos espaciales para formas de vida que aún no comprendemos del todo. Esto no significa abandonar la realidad tangible, sino ampliarla, asumir que el habitar ya no es solo una cuestión de materia, sino también de información, de conectividad, de flujo.
Sin embargo, este giro también trae riesgos. El fetiche por lo virtual, por lo “inteligente”, por lo inmaterial, corre el peligro de deshumanizar el diseño. Si el espacio deja de estar en diálogo con el cuerpo y su fragilidad, ¿no corremos el riesgo de edificar indiferencia? ¿No será el futuro un lugar habitado por espectros, si olvidamos que la arquitectura nace del roce con la vida?
Ética y utopía: diseñar sin cinismo
En el vértigo del colapso, hay una tentación que acecha a los arquitectos, a los urbanistas y a todos los que sueñan con proyectar futuros: el cinismo. Es una defensa, una estrategia psicológica, un modo de lidiar con la magnitud de los problemas cuando parecen superar toda capacidad de intervención.
“Nada se puede hacer”, “todo está perdido”, “sobrevivir ya es suficiente”, son frases, dichas o insinuadas, que erosionan lentamente la potencia transformadora del pensamiento proyectual.Pero si la arquitectura renuncia a la utopía,... ¿qué queda? ¿El diseño de refugios? ¿La estética del apocalipsis? ¿La rentabilidad del desastre?
En un mundo que parece celebrarse a sí mismo mientras se desintegra, la arquitectura puede convertirse, si no se cuida, en el decorado elegante de una tragedia. De allí la urgencia de recuperar una ética del proyecto, una ética del habitar.
No hablamos aquí de moralismos ni de buenas intenciones ingenuas, sino de una responsabilidad profunda: la de imaginar futuros que no estén determinados únicamente por el cálculo técnico o la viabilidad económica, sino por la dignidad, la justicia y la vida en común.
Diseñar sin cinismo es recordar que toda arquitectura -aun la más modesta- emite un mensaje. Cada traza, cada muro, cada vacío habla de lo que valoramos, de lo que creemos posible o deseable. Incluso en contextos de escasez, incluso frente al derrumbe ecológico o social, se puede proyectar con lucidez y ternura. De hecho, quizá solo así valga la pena seguir proyectando.
La utopía -palabra tantas veces despreciada por su aparente ingenuidad- no debe ser entendida como un plano imposible, sino como una brújula ética. No se trata de edificar castillos en el aire, sino de usar la imaginación como herramienta crítica.
Las “utopías modestas”, como las llamaba el filósofo Ernst Bloch, no son delirios, sino semillas de posibilidad. En tiempos de cinismo, imaginar es un acto político. Frente a la distopía institucionalizada, frente al glamour del desastre, frente al capitalismo de la crisis, hay que atreverse a diseñar sin vergüenza espacios de cuidado, de encuentro, de esperanza.
Tal vez no podamos evitar todos los colapsos. Pero sí podemos -y debemos- evitar que el futuro sea solo una extensión del miedo. ¿Puede una plaza resistir al algoritmo? ¿Puede un umbral proponer otra forma de estar juntos? ¿Puede una escuela abierta en medio de una villa ser un gesto utópico y no solo asistencial?
La respuesta no está en los manuales ni en los presupuestos, sino en la ética que guía la mano del proyectista.Diseñar sin cinismo es apostar, a pesar de todo, por la humanidad. No como idea abstracta, sino como experiencia concreta: el derecho de seguir habitando con dignidad, con belleza, con sentido.
Aun cuando lo real se resquebraja, hay algo profundamente político en el acto de imaginar cómo podría ser otro mundo.
Reflexión total: arquitectura para después del mundo
Cuando todo parece desmoronarse -el clima, la energía, el sentido de comunidad, incluso la confianza en el porvenir-, la arquitectura permanece. No como garantía de salvación, sino como acto de resistencia.
Habitar el futuro no es simplemente sobrevivir al presente; es construir condiciones simbólicas, materiales y emocionales para que algo más que la vida biológica continúe: que continúe el relato, la cultura, el cuidado, el deseo.
No hay arquitectura inocente. Cada trazo que delineamos en el papel, cada volumen que levantamos en la tierra, cada espacio que habilitamos para el encuentro o el aislamiento, lleva consigo una visión del mundo. En tiempos de colapso, esa responsabilidad se intensifica: ya no proyectamos solo viviendas, hospitales, escuelas o plazas; proyectamos mundos posibles.
Quizás el mayor gesto arquitectónico de nuestra época no sea levantar una torre solar ni diseñar una casa resiliente al nivel del mar. Quizás sea, simplemente, proyectar con una ética radical: sin cinismo, sin nostalgia paralizante, sin rendición anticipada. Una ética que reconozca que todo puede cambiar y que, por tanto, vale la pena imaginar.
Porque incluso si la arena reemplaza a la piedra, como decía Borges, nuestro deber sigue siendo edificar como si la piedra aún sostuviera la promesa de la permanencia. No por ingenuidad, sino por dignidad. Porque aun sabiendo que lo construido puede desmoronarse, seguimos levantando refugios, puentes, gestos de hospitalidad. Seguimos dibujando futuros.
En última instancia, habitar el futuro no es una cuestión técnica, sino existencial. Es decidir que vale la pena seguir proyectando mundos donde la vida, aunque frágil, todavía pueda ser vivida con sentido. Donde la arquitectura no sea solo el refugio frente a la tormenta, sino también el recordatorio de que somos, por esencia, seres que imaginan, que construyen, que esperan.